Prólogo de MªCarmen Millán

Este libro lo componen una serie de relatos basados en unas bellísimas historias, que describen el gran viaje hacia el interior de uno mismo y también de su propio destino, una vez finaliza o no, la vida física. Y esto lo hace por unos lugares mágicos que nuestra propia mente creadora nos hace vivir.
Cada persona tiene su propio "bosque", creado a medida, según su forma de vida y pensamiento. En nuestras vidas cada ser humano pasa por unos procesos de muerte, de algunas partes que configuran su Ser. Tenemos la maravillosa posibilidad de construirnos constantemente destruyendo aquello que en ciertos momentos de la vida ya no nos es útil y así, eliminarlo, dejándolo morir para que en su lugar renazca la nueva parte de nosotros mismos que decidimos ser.
Esto no es fácil. Existen muchas resistencias para ello, pero es un poder que se nos ha otorgado para nuestra propia realización y evolución como individuos. Este proceso nos lleva a un lugar en el que tenemos que decidir como morir y como renacer, "nuestro propio bosque". Un lugar mágico donde nos hacemos conscientes de aquello que hemos sido y debemos dejar marchar.
El bosque nos otorga un emplazamiento en nuestra propia mente para conocernos y reconstruirnos. Lo mismo que ocurre con la muerte física, en la que también tenemos nuestro propio bosque de tránsito. Aquí nuestra mente crea esos espacios seguros para realizar ese tránsito de forma adecuada, a nuestras formas de pensamiento y a como nos hemos desarrollado como individuos en nuestra vida terrenal. La inmensa mayoría de las personas, debido a arquetipos religiosos, a quienes ha interesado crear y fomentar el miedo a la muerte, tiene serias dificultades para emprender este precioso viaje hacia el Ser en el instante de desencarnar. El campo mental crea su propia realidad, adaptada como una continuidad sin fin de la vida que hemos vivido.
Creemos que no sabemos que hay detrás de la muerte pero no es cierto, hemos muerto y nacido muchas veces en innumerables vidas, pero no lo recordamos, y aprovechanmos esta falta de memoria, por otra parte necesaria, las religiones y ciertos poderes nos han mostrado la muerte como un camino duro que en realidad nadie conoce. Sugestionándonos en la existencia de un cielo y un infierno que nos aguarda dependiendo de si hemos sido buenos o malos. Cuando en realidad, somos nosotros mismos quienes creamos nuestro propio cielo o infierno interior.
La mágica realidad es, que siempre nos esperará un cielo hermoso, en el que podremos conocer todo lo grande y pequeño que somos realmente. Es el fantástico lugar donde nos hacemos conscientes de nosotros mismos, de lo que somos y de cómo somos. Según como hayan sido nuestros pensamientos, palabras, obras y omisiones, así renaceremos. Es lo que se denomina autoconsciencia.
En ese proceso de reconstrucción no estamos nunca solos, siempre nos hallaremos rodeados de luz y de seres maravillosos dispuestos a ayudarnos a equilibrar nuestro camino.
Y así, volceremos a nacer, con el encargo de mejorar y aprender aquello que en su momento fue un error de aprendizaje. La muerte nos permite reinventarnos de nuevo, para avanzar y estar cada vez más cerca de aquello que realmente somos, no del personaje que creemos ser.
Todas las muertes son una oportunidad para volver a empezar, no un final. En nuestras vidas morimos constantemente avanzando por nuestras etapas. Muere la infancia para dejar pasar a la adolescencia, muere la adolescencia para dejar pasar a la madurez y cuando llegamos a la vejez nos damos cuenta de que quizás nos gustaría tener una segunda oportunidad. No tenemos una segunda, sino muchísimas oportunidades para empezar de nuevo en este precioso y gran viaje que es la vida, en el cual todos estamos como Ulises, intentando volver a Ítaca, de donde venimos.
Nos cuesta deshacernos de actitudes en nosotros mismos, esto nos conduce a vernos en medio de un bosque donde existe un lago y nos vemos con una barca en medio de ese lago, sin poder alcanzar la orilla, asustados por nuestros imaginarios fantasmas. Creemos que tenemos que luchar contra el lago, cuando lo cierto es que sólo tenemos que dejarnos llevar por la corriente, ésta siempre nos llevará al lugar correcto. Aunque en ese momento, en el que estamos viviendo el acontecimiento no tengamos entendimiento del efecto desencadenante. Esa es la magia de la vida. Todo muere. Todo perece para dejar paso a lo nuevo. Ese paso es la consciencia, cuando nos hacemos conscientes de algo, en realidad lo anterior ya ha muerto.
Muere el día para que llegue la noche y muere la noche para que llegue el día. El ciclo de vida y muerte se repite constantemente en nuestras vidas y en todo lo que nos rodea, entonces ¿porque le tenemos miedo a algo tan natural...?
Estos fantásticos relatos nos dan claves para conocer mejor como es nuestro propio Bosque, nuestro Bosque del Tránsito.
La vida tiene un orden perfecto y esa perfección no podría existir sin la muerte. El resultado es la Transformación.

Antes de entrar en el Bosque…

Si tuviera que definir la vida me expresaría del siguiente modo:

La Vida es todo lo que existe. No hay nada que no exista. Nuestro gran regalo es el tiempo. Disponemos de todo el tiempo que precisemos para descubrir la Vida.
Pues es mágico el Amor que sustenta la Vida. Es ésta, la Vida más mágica que en Amor, tenemos que saber vivir.
Cuando negamos la vida, sentimos miedo y éste no es más que ignorancia que con conocimiento y entendimiento se convierte en sabiduría.

No hay ya más excusa para continuar anclados en la oscuridad de absurdos pensamientos y recuerdos que nos alejan de la Vida. Creemos que tenemos miedo a morir y por ello, la muerte es un tabú en nuestra Vida, pero si somos sinceros, lo que tenemos es miedo a vivir. En esa resistencia está nuestro verdadero obstáculo. La muerte, únicamente forma parte de la Vida y es a ella, a la que tenemos que descubrir.

Somos caudalosos ríos de emociones y pensamientos cuyo final converge en alcanzar un único océano. Nos dirigimos a esa meta a ritmos diferentes, con experiencias diversas, con sentimientos incongruentes, que cada cual expresa como sabe. No importa si un río es más rápido que otro, ni siquiera es importante que disponga de mayores afluentes.

Durante el trayecto, aparecerán trenes que nos conducirán a ese cielo interno, en el que un profundo pozo, nos servirá para conectar con lo más recóndito. Ya de vuelta, sentiremos el empujón para ascender con idéntica fuerza. La necesaria para sortear remolinos y cascadas, rocosos y cenagosos cruceros, que no forman más que parte de nuestro propio río, que se cree con dificultades para surcar los más profundos Bosques y los más serenos Mares.

Un sabio budista le preguntó a un iniciado:

-¿Cómo podemos impedir que una gota de agua acabe secándose…?

Quizás ya sepas la respuesta, pues sólo tienes que recordarla.
Quizás, tras la lectura de estos relatos, algo en tu interior se mueva y sólo quizás, reposes ya en ella, en esa sabia respuesta que hallarás en la última página.

La búsqueda de Eva…



Notaba como las carnes se le abrían a cada paso, era imposible detenerse. Notaba como el alma se le endurecía. No había respuesta a sus ruegos, cada día que pasaba tenía que ser más fuerte. Era esta fortaleza la que la mantenía con vida. Era esa voluntad de hierro con la que conseguía volver a ver un nuevo día. Pensó a veces acabar de una vez. No entendía el motivo de tanto sufrimiento, de continuar padeciendo por algo que le ocultaba el resto de sus sentidos, como si no tuviese derecho al placer.

Pensó que tan grave no pudo haber sido. Cada día superado había pedido perdón. Cada nuevo instante de su vida le recordaba su arrepentimiento y entonces lloraba por no poder devorarlo para desaparecer para siempre y dejar de romperse el alma con aquella crueldad. No podía volver atrás. Regresar y corregir, enmendar el error.
Tuvo una idea que la iluminó por unos instantes. ¿Qué haría si en sus manos se hallase el poder del tiempo? Su corazón dio un vuelco. Se mantuvo atenta a aquella reacción de su interior. Se detuvo a recapacitar sobre ese punto. ¿Qué haría entonces…? En ese caso, ¿realmente podría reparar el daño cometido…?

Sus ojos se iluminaron. Era posible. Podría ser... Si, podría hacerlo…

Se impacientó. Hurgó en su mente con empeño. Cogió aire. Tenía que ser valiente. Respiró de nuevo con profundidad, hasta que sus pulmones hablaron para recordarle que debía expirar. Algo cruzó su mente de improviso. Algo inesperado que la obligó a reaccionar. Quizás fuera absurdo continuar pensando semejante estupidez. El poder del tiempo no estaba en sus manos, ni en las manos de nadie. Debía ser por ese motivo por el que ese poder no existía. Seguro, era racional creerlo así. Nadie podía manejar el tiempo a su antojo, sería catastrófico. Suspiró desesperada. Era una lástima, por culpa de ello nunca podría rectificar.

Quizás estaba de nuevo equivocada. Y si no pensaba de forma racional y si pensaba con el alma, con el poder espiritual que mueve la conciencia. Quizás ella si tuviera la solución, ese poder para lanzarse en un torbellino segundos, minutos, horas, borrando los días transcurridos en el calendario. Se sentó a meditar, profundamente. Le perturbó el vocería de las mujeres que acudían al mercado y las bocinas de los coches que circulaban por aquella calle, punto de cruces en el centro de su gran ciudad. La maravilló pensar que si se apresuraba podría coger el tren del interior que salía en menos de veinte minutos y adentrarse en las preciosas montañas que se hallaban a escasas horas de la ciudad. Dejaría que el destino la condujese por las estaciones. No tenía una idea clara de donde se bajaría, pero eso daba igual. Corrió a preparar las cuatro cosas básicas para el viaje. Se calzó con unas buenas botas de montaña y salió corriendo hacia la estación más próxima a su domicilio. Tuvo que coger el billete con el trayecto más largo para asegurarse de que podía llegar hasta la última estación, si era allí donde sentía que debía detener su camino. El andén número siete, estaba justo al otro extremo del lugar en el que se encontraba. Corrió rápida, sorteando maletas, mochilas y otros enseres que los numerosos viajeros portaban de un lado para otro, muchos de ellos perdidos.
Subió a la plataforma justo en el mismo instante en que las puertas comenzaban a cerrarse. Respiró profundamente mientras su corazón acelerado se debatía en recuperar el ritmo. Miró a derecha y a izquierda. Optó por el pasillo de la izquierda, sumó cuatro hileras y tomó asiento junto a la ventanilla, frente a un alto y corpulento caballero con aspecto de matón. Encogió sus piernas para no molestar al individuo.

El paisaje de la ciudad comenzaba a perderse a cada kilómetro recorrido, convirtiéndose en amplias extensiones por edificar, por las que se cruzaban carreteras y autopistas por ambos lados y en todas direcciones. El tren fue realizando sus paradas habituales. Su mente, entretanto canturreó repetidas veces el mismo estribillo, ese que le quedó grabado y no dejaba de recuperar de forma recurrente para intentar distraer sus pensamientos de aquella obsesión.

Un olor extraño, bueno extraño no es lo correcto, era un olor mezclado entre la humedad de la tierra y lo agreste del asfalto, era un olor que no era capaz de identificar. Abrió los ojos, el tren estaba efectuando en ese momento una parada. Algo en su interior la indujo a saltar al andén antes que las puertas se cerraran. Se encontró en pie sola en una estación desconocida, buscó el nombre para saber donde estaba, pero aquel profundo olor la distrajo, llevándosela hacia un camino situado a la izquierda de la estación. Casi sin darse cuenta se había adentrado en un profundo bosque. Era quizás la serenidad que transmitía el lugar lo que le permitió seguir tras el rastro de aquel extraño aroma tan prometedor. El silencio era absoluto, tan sumamente ensordecedor que permitía escuchar el propio latido. Respiró profundamente para seguir penetrando en ese olor cautivador. Respiró y respiró, cada vez era más intenso, tanto que parecía volverse sólido. Debía estar muy cerca el origen.

Samuel, lo Nuevo por lo caduco. La Semilla


Descendía por aquel tubo largo y estrecho, embutido como una longaniza. Se caló hasta el último cabello del hollín negro y pegajoso que flotaba en el ambiente irrespirable de la chimenea. Aquel trabajo se estaba volviendo en contra de su avanzada edad. Últimamente había ganado algún kilo y eso comportaba un esfuerzo importante. Se estaba empezando a hartar de cumplir con sus tareas. Cada vez, los conductos eran más estrechos y estaban más sucios y pestilentes. No como antes, en sus inicios.

Se sacudió el polvo negro caído sobre su larga y descuidada barba, que se intuía blanca en otros tiempos. Los pantalones y la antigua camisa, antes de fina seda, ahora llena de arrugas y gastada, dejaban entrever su carne flácida y ajada. Cada año que superaba se sentía más viejo, sucio y pestilente, no veía el momento de retirarse. Hacía más de dos milenios que se dedicaba a aquella tarea, tan gratificante en su comienzo y tan desagradecida en los últimos tiempos. Buscaba con interés alguien que lo pudiera suceder. Tan pronto encontrase quien estuviera dispuesto a sustituirlo, no dudaría en nombrarlo su sucesor. Esas Navidades tenían que ser las últimas. Estaba claro que no iba a continuar con ese trabajo agotador. Pensó para sus adentros que aquellas eran unas Navidades vacías y poco entrañables. Acababa de entrar en uno de los escasos hogares donde se habían requerido sus servicios. Alguien lo precisaba, pero lo cierto era, que no le apetecía continuar con aquella inapreciable magia que ya no encandilaba a nadie. Sus trucos habían perdido la atracción y el misterio. Las nuevas tecnologías habían provocado que los habitantes del planeta hubieran agotado sus ilusiones, al conseguir todo aquello que deseaban con el mínimo esfuerzo.

Aquella tarde Parístides, se encontraba especialmente nostálgico. Rememoró durante unos minutos como su antecesor había ido en su busca y le había facilitado sus conocimientos y su magia. Hacía tanto tiempo ya que casi había olvidado el rostro de su Maestro Radomilus. Por aquella época, él era un joven alegre, agradable y servicial, aficionado a la pesca y a las tareas típicas de un campesino. Poseía un preciado huerto, unos cuantos árboles frutales, unas pocas gallinas, una cabra y poco más. Lo imprescindible para vivir. No tenía grandes anhelos, se conformaba con lo que buenamente disponía, en resumen, era feliz.

Recordó como era su sencillo hogar, un acogedor y pequeño refugio en medio mismo de la montaña, cerca de un caudaloso y estrepitoso río, que rompía el silencio del día con su rugir, a su paso por la zona. Un lugar lo suficientemente alejado y lo suficientemente cercano a la primera población.

Se encontraba sentado sobre una inmensa roca que le servía de asiento, observando atentamente el movimiento del agua, disfrutando de la luz del sol, del silencio, del canto de los pájaros, de aquella indescriptible paz. Mientras esperaba con acostumbrada paciencia a que un despistado pez picase el anzuelo. Fue en ese momento en el que escuchó perfectamente una voz que susurraba algo ininteligible, no por lo suave del tono, sino por el idioma en que eran pronunciadas aquellas palabras. Dejó la caña fijada en el suelo para ir a mirar por los alrededores, quien hablaba de aquel extraño modo. Se adentró por el sendero que conducía a la parte más densa del Bosque que se abría a pocos pasos a sus espaldas. Se detuvo de repente al descubrir cinco encinas a mano izquierda a un anciano duendecillo, corpulento, de cabellos blancos y alborotados, barba larga, escrupulosamente cuidada, ataviado con una larga y reluciente camisa de fino tejido, limpia e impoluta. Su nariz ancha y redonda y sus ojos grandes y profundos, daban un toque curioso a su aspecto, ciertamente, algo gracioso. Lo observó de arriba abajo con detenimiento, no se sorprendió al descubrir que el anciano duende iba descalzo.

Parístides, no osó estorbarlo, pues le pareció que estaba muy concentrado en algo que él no entendía, pero que parecía ser importante. El desconocido, al mismo tiempo que recitaba en un débil tono de voz, débil y también profundo, se movía y gesticulaba como si hablase con alguien, aunque Parístides no veía a su interlocutor. Se mantuvo allí, a la espera de que el anciano duende sin zapatos finalizase lo que estaba haciendo, entonces se dejaría ver.

En un momento en el que se quedó absorto observando un pequeño pájaro que lo distrajo de lo que hacía el anciano, notó como alguien le daba unos golpecitos en la espalda, provocándole un fuerte sobresalto que casi le hizo aterrizar en el suelo. Con suma rapidez, se dio la vuelta pero no pudo distinguir a nadie. Algo le dio un fuerte tirón de la pernera del pantalón, miró en esa dirección para encontrarse con el sabio duendecillo que lo observaba fijamente, mirándoselo con ojos extremadamente bondadosos que le provocaron una inmensa sensación de placidez, exteriorizada con una amplia sonrisa.

- ¡Hola...chico!..., - le dijo, esta vez utilizando su mismo idioma – veo que te interesa mi magia.

Parístides, no supo que responder.

- Te hablo a ti, chico... ¿Quizás no entiendes lo que te digo...? – preguntó.
Parecía que el anciano tuviera interés en su persona, algo, que le extrañó, nunca lo había visto antes. Tampoco se explicaba como había podido colocarse detrás suyo sin tan siquiera darse cuenta.

- Perdone, me presentaré, mi nombre es Parístides. Vivo en aquella casa que se encuentra próxima al río. Aquellos animales son toda mi compañía. Disculpe si he podido parecer curioso, pero no estoy acostumbrado a tener visitas. – Se mostró sincero y cauteloso a un tiempo.

- Te conozco muy bien, hace tiempo que te observo y debo decirte que me gustas. Tengo que hacerte una propuesta. No será necesario que respondas hoy mismo.

Radomilus se había dado cuenta de que aquel impresionante muchacho, al igual que él, no usaba calzado, algo que fue determinante para tomar una decisión.
Aquel fue el inicio del resto de su vida. A partir de aquel encuentro se inició una etapa de aprendizaje que le aportó las mayores satisfacciones y alegrías. Fueron jornadas de duro entrenamiento. Aprendió la magia y todas las habilidades que precisaría para llevar a término su tarea. Tarea para la que había sido elegido. Así fue como acabó convirtiéndose en un experimentado duende, capaz de alcanzar y de satisfacer a todo aquel que tuviera fe en su talento.

Cayó de pies, finalmente, sobre el suelo de la chimenea, haciendo un fuerte estruendo con las viejas y sucias botas que calzaba. Se estaba sacudiendo las partículas negras que lo rodeaban, cuando una vocecilla infantil, le sorprendió. Buscó por todas partes sin encontrar quien le susurraba con tanta dulzura. Miró bajo la mesa y nada, detrás de los sofás y tampoco. Dio una ojeada por las estanterías, por los cuadros que colgaban de las paredes. Buscó, también, detrás de las puertas, debajo de la escalera y tras las cortinas. El susurro continuaba insistente. Fue cuando al final se le ocurrió levantar la cabeza, cuando distinguió una diminuta lucecita blanca, aleteando incansable con sus pequeñas y delicadas alas, que a duras penas conseguían hacerla flotar en el aire. Era tan flojita su voz que tuvo que acercarse mucho para poder oír lo que deseaba decirle. Haciendo un gran esfuerzo para ser escuchada, le recriminó a Parístides su sucio aspecto, al tiempo que se colocó sobre sus sucias botas de cuero, dando exclamaciones de sorpresa, tremendamente disgustada por aquel hecho. Quedó sin palabras para expresar lo que sentía por el abandono del que fuera sucesor directo del Gran Maestro Radomilus. Éste agachó la cabeza avergonzado y al mismo tiempo agotado por el sufrimiento. No podía continuar con aquel trabajo. Para su vergüenza se había dejado llevar por la avaricia y la gula, sus perdiciones. Estaba obligado a ceder sus poderes mágicos antes de que éstos fueran utilizados en su contra. Según la diminuta hada que dijo llamarse Lucía, en aquella casa encontraría la persona que podría ser su sucesor.
La siguió, escaleras arriba, en silencio para no despertar a nadie. Entraron en una sencilla habitación, en la que un joven esbelto, de cabellos largos y encrespados, piel aceitunada, enormes orejas y diminutos labios, dormía plácidamente. Parístides se quedó boquiabierto, al percatarse con sólo mirarlo, que el chico era ciego. Aquello representaría una grave dificultad, pues no podría localizar las chimeneas de las casas por las que tendría que entrar todas las Navidades.
Lucía, algo molesta por los pensamientos de aquel desgarbado e incompetente anciano, lo increpó por desconfiar.

- No puede ver con sus ojos, pero puede hacerlo con el corazón. Su corazón es su guía, siempre lo conduce por el camino correcto – le hizo saber con semblante tremendamente serio.

Entonces, pensó detenidamente: Seguramente el hada tenía razón, la vista no era un motivo importante para descartarlo. Pero, después de volver a mirárselo se percató de que también era sordo.

Lucía, tuvo que volver a intervenir:

- Su sordera no le impide escuchar el lamento de los necesitados. Es capaz de palpar los sentimientos con sus manos, - advirtió, elocuente.

El joven que continuaba profundamente dormido, tenía unas feas y ásperas manos, poco cuidadas, que no parecía que pudiesen tener aquella imprescindible sensibilidad como para sustituir el sentido del oído por el del tacto.
Después de todas aquellas observaciones, Lucía, se colocó justo sobre el chico, aleteando con tanta rapidez, que consiguió provocar una ligerísima brisa, que fue percibida de inmediato por el joven. Abrió los ojos con pereza, momento en el que fue consciente de que estaba acompañado. Miró primero en dirección al hada y después a su extraño acompañante sin expresar palabra alguna. El tozudo de Parístides se dio cuenta enseguida de que el joven también era mudo.
Lucía, que ya esperaba el reproche, replicó sin darle tiempo a opinar:

- Es cierto que tampoco habla, pero eso es una auténtica tontería, pues puede hacerse entender perfectamente, sólo con mirarle a los ojos se pueden escuchar como fluyen las palabras.

Parítides, seguía sin tenerlo claro. Pensó que quizás estas carencias le supondrían una traba para desarrollar su trabajo. Se lo tendría que pensar antes de decidirse a traspasar su magia a aquel pobre atrofiado por la naturaleza. Como Maestro descendiente del Gran Radomilus, no se podía permitir error alguno, representaría una tragedia perder o mal gastar el más importante poder que posee el elegido entre los duendes del Bosque.

Mientras Parístides se lo pensaba, el hada no cesaba de dar vueltas arriba y abajo por la habitación, inquieta y algo traviesa, estorbando su concentración. Tenía claro que el anciano duende estaba desfasado, anticuado y sobre todo acabado. Que no estaba a la altura de sus obligaciones y que era debido a su falta de dedicación, a su escaso aseo y a su progresiva debilidad, por lo que últimamente las personas no confiaban ya en su desgastada magia, ni en sus ancestrales poderes. Era por todos esos motivos, por los que casi nadie ya lo requería, ni lo invitaban a su casa, ni tampoco compartían con otros sus palabras, antiguamente tan enriquecedoras, ni siquiera por las mágicas fechas navideñas.
Parístides, hacía años que usaba zapatos, algo que nunca osó su Maestro Radomilus. Hacía ya mucho que su trabajo le aburría, hacía mucho también, que había perdido los valores esenciales de la vida y que no confiaba en nada ni en nadie. Estaba claro para Lucía que la única solución era la renovación. Confiar en alguien joven, en alguien sencillo, en alguien virgen de cuerpo, alma y mente. Alguien capaz de devolver la fe, la alegría y la bondad por doquier. Alguien que con una sencilla mirada hablase, que con un simple abrazo fuese capaz de escuchar, que guiándose únicamente por los impulsos de su corazón, pudiese ver aquello que nadie más quería ver, lo que ha nadie le interesaba reconocer.

Después de aquel hallazgo, todo cambió de repente, las chimeneas volvieron a ser anchas, sus dueños se esmeraban en conservarlas limpias y pulidas. Samuel inició una nueva etapa, ayudado por la traviesa Lucía que nunca se separó de él. Volvió a ser requerido por mayores y niños, por hombres y mujeres de todo tipo de religión, creencia, etnia y país.

La diminuta hada, observaba el ir y venir de la gente por las aglomeradas calles. Sorprendentemente un alto porcentaje comenzaba a caminar descalzo. Se acumulaban los zapatos en los escaparates de las zapaterías, hasta tal punto que una mayoría tuvo que cerrar el negocio. Ahora ya nadie deseaba ir calzado. Seguramente, todos ellos habían recibido la grata visita de Samuel. Quedaba evidente que la elección para la sucesión de Parístides había sido acertada. Lucía era una hada sabia.

Sonrió y marchó al lado de Samuel, aleteando incansable, dejando a su paso un sutil rastro de luz.

Judith, con Esperanza, Humildad y Fe…


Había un robusto árbol, de tronco firme y gallardo en otros tiempos, que apuntaba al cielo como si de un antiguo obelisco se tratase. Desgraciadamente, ya no le quedaban hojas, ni casi ramas, ni verdor. Se trataba únicamente de un tronco limpio y pelado, viejo y ruinoso. Todo a su alrededor era árido e infértil, la tierra se extendía reseca, plagada de profundas grietas. El árbol con su insignificante aspecto, se encontraba al alcance de todos. Cualquiera que quisiera lo podía ver o advertir. Cualquiera podía hacerse cargo de su agónico estado, en cambio, nadie lo regaba, nadie lo cuidaba, a nadie parecía preocuparle lo que le había ocurrido a aquel roble reseco y exprimido.

Si era cierto, que de tanto en tanto alguien de entre toda aquella cantidad de personas que pasaban todos los días por delante, algún despistado se lo miraba de reojo, pensando en que aquello, aquel maltrecho obelisco, le parecía conocido. Pero nunca reparaban en su soledad, en su frágil y delicado estado, en que necesitaba alimento para sobrevivir, en que se le tenía que abonar y regar periódicamente para sacarlo del estado terminal en el que se encontraba desde hacía ya mucho tiempo. Eran estos, tiempos para los últimos suspiros.

Aquel día, una interesante joven, discreta y tenaz, se cruzó en su camino por casualidad, pues no era aquel su rumbo, en cambio, sin saber porqué había ido a parar hasta aquel desértico lugar, justo al mismo lugar en el que se encontraba el viejo árbol apenado que continuaba a duras penas arraigado a la tierra. Nadie conocía su dueño, nadie podía explicar quien lo había plantado. A todo el que se le preguntaba, contestaba lo mismo: “Cuando mis antepasados eran pequeños, el roble ya era viejo”.

Lo observó con detenimiento y sumo interés. Aunque le resultaba evidente que había perdido la belleza de otros tiempos, le pareció especialmente atractivo. Se acercó más, hasta llegar a tocarle la piel. Acarició con suaves movimientos la base del tronco reseco y exprimido, que clamaba agua a gritos desesperados. Tan pronto como lo llenó de caricias, sintió el irrefrenable impulso de hablarle, de preguntarle el motivo de su abandono, como había sido abandonado de aquella manera tan miserable. Pues a Judith, le parecía increíble que nadie entre toda aquella multitud de gente que cada día realizaba aquel trayecto, reparase en la debilidad de aquel magnífico ser.

Se encontraba sumida en estos profundos pensamientos, cuando le pareció escuchar una voz. Era ésta una voz gruesa, con carácter, era una voz de tono grave pero al mismo tiempo dulce y atractiva. Una voz antigua, ancestral, muy, muy viejecita, una voz con un tono de sapiencia por encima de todas sus particularidades. Se detuvo para quedar muy atenta ante lo que la voz le decía. Le pareció algo increíble, pero la voz emergía del propio árbol. No podría decir si provenía del tronco, de alguna de las escasas ramas, de la misma tierra, de las raíces, no podía concretar por donde.

La voz lo envolvía todo tiernamente, con una calidez extrema. La voz le devolvió las caricias, la abrazó en silencio y le dijo lo hermosa que era, lo fuerte y sensible, pero en ningún momento le pidió ayuda. Eso extrañó en demasía a la chica, pues hubiera sido normal que lo hiciese. No entendía como el roble no se dejaba llevar por la desesperación, sabiendo que si en breve no se actuaba, moriría sin remedio. Nadie, en toda la capa de la tierra, podría evitarlo y lo que es peor, solamente ella lloraría por su deceso. En tan escasos minutos como se conocían, había nacido entre ellos un indestructible lazo, tan potente, que ninguno de los dos permitiría nunca que nada le sucediese al otro.

La reacción fue rápida, era apremiante actuar. Debía conseguir hacer resurgir al roble como fuera. Ella era su amiga del alma y por tanto no podía dejarlo que se agotara definitivamente. Sólo de pensarlo le cogían temblores que recorrían su cuerpo en toda su magnitud. Sin dudarlo un solo segundo más, se alejó, sin antes advertir a su amigo roble que pronto regresaría para refrescarlo.

Judith tenía una importante responsabilidad en sus manos, pues ella sola no se veía capaz de recoger suficiente agua y alimento que ofrecer al roble. Tenía que confiar su problema a alguien, a alguien que se dignara a ayudarla. De otro modo no podría ser, lo que requería era la máxima colaboración posible. Tuvo una idea.

Se colocó justo en medio del camino y alzando los brazos, comenzó a hacer señales a los transeúntes para que se detuvieran a escucharla unos minutos. Con todo el coraje del que fue capaz, expuso el problema. Le mostró el estado del roble a todo aquel que tuvo la delicadeza de pararse. Nadie entendió nada. Les era imposible comprender la desesperación de aquella muchacha. No comprendían que se pusiera así por un viejo árbol feo y a un tris de esfumarse. Pero ella no tenía intención de desfallecer, ni desistir tan pronto. En el fondo, había presentido cual iba a ser la reacción de sus congéneres. Pensó, con acierto, que eran ignorantes, débiles, egoístas, sin valores y sin un ápice de comprensión.

Judith, regresó pensativa a los pies del roble. Se cubrió ligeramente la cara para que no se percatara de su pena y no pudiera distinguir las lágrimas que humedecían su rostro. Lágrimas que le llegaban hasta el corazón. Permanecieron durante un largo rato en silencio, envueltos por una soledad y una paz excepcionales. Era tan intensa la tranquilidad del momento, que fueron capaces de sentir y escuchar los pensamientos y emociones más íntimos. Fue así como afianzaron su conexión, una conexión indestructible.

La joven se sentía agotada después de un día tan intenso. Notó como el sueño estaba a punto de vencerle, aunque el mismo agotamiento le dificultaba dormirse. Finalmente, después de varios intentos, se encogió, enrollándose en sí misma, dejando que los poderosos pies del árbol la columpiasen suavemente con sus aún poderosas raíces. Fue entonces cuando soñó. Tuvo un premonitorio sueño que le dio una gran idea. Se despertó eufórica, convencida de que la solución estaba en sus manos. Pretendía darle una sorpresa a su amigo, por ese motivo evitó despertarlo para explicarle lo que había soñado. Caminó por el tramo de ladera, calculando de forma aproximada la distancia que separaba al roble del río. El caudaloso río situado en la falda del Bosque. Afortunadamente, bajaba más cargado que nunca de puras y transparentes aguas. La distancia era considerable. Le llevaría algunos días hacer un canal para conducir el agua hasta la base del árbol. Era consciente de que sería un trabajo largo y costoso, pero no tenía ninguna otra opción. Si no era así, de otro modo el roble se acabaría secando en pocas semanas y entonces no se podría hacer nada para reavivarlo.

Bajó hasta el pueblo a comprar las herramientas necesarias para poder realizar el trabajo que se había propuesto. Una vez hechas las compras correspondientes, cargó el coche y se adentró en el Bosque, en un lugar muy próximo a la orilla del río. Comenzaría a hacer la canalización desde la orilla hasta llegar al árbol. Así le daría una grata sorpresa a su amigo. No tenía tiempo que perder. En cuanto iniciase el trabajo, no dispondría de tiempo para ir a conversar con él como hacía todos los días desde que lo conociera, pues esos minutos los debía emplear en trabajar afanosamente en la meta que se había trazado y en la que invertiría toda su fe y toda su voluntad.

El primer día trabajó de sol a sol, pero aún así, sólo consiguió avanzar unos pocos metros. Su corazón se aceleró cuando observó con sus propios ojos como las aguas surcaban abriéndose camino. Era justamente lo que pretendía. Aquello le imprimió ánimos para al día siguiente comenzar con más fuerzas. Era una calurosa mañana en la que el sol resplandeciente le provocó algún que otro ligero desfallecimiento, momentos en los que precisó hacer breves descansos para reponerse antes de continuar con la agotadora labor del pico y la pala.

Se encontraba totalmente ocupada en su quehacer, sacando tierra, que no se percató de que estaba acompañada. Fue un extraño sonido lo que la alertó. Buscó a derecha e izquierda sin ver nada y continuó cavando. A los pocos segundos volvió a detenerse esta vez algo inquieta, aquel sonido de nuevo. Decidió seguir sin bajar la guardia, en el fondo no era miedo lo que sentía, estaba segura de que no tenía nada que temer. Por tercera vez escuchó claramente el ruido de un cascabel. Levantó la vista al frente, ante su escrutadora mirada descubrió un diminuto ser de aspecto podría decirse que bondadoso. Una larga y cuidada barba blanca de aspecto sedoso caía sobre su panza que se movía al mismo ritmo que el vaivén de su pequeñísima pala, con la que a su vez ayudaba a Judith a sacar tierra de la oquedad. Era tanta su pasión y energía que podría decirse que su trabajo cundía tanto como el de ella. Tan pronto como Judith pudo reaccionar, saludó dichosa a su simpático compañero. El curioso gnomo del Bosque se la quedó mirando un breve instante sin mediar palabra, para continuar su trabajo al mismo tiempo que comenzó a emitir una profunda melodía que hacía más llevadera la tarea en la que se había enfrascado. Judith, quedó extraña por no ser capaz de averiguar como el gnomo canturreaba, pues no apreciaba el movimiento de sus labios, era como si la música estuviera arraigada en su interior. De forma amigable, intentó explicar al diminuto ser la finalidad del arduo trabajo, aunque éste no le dejó. Habló, como si la hubiera estado observando desde el primer día:

- Sé muy bien que es lo que te ha llevado a trabajar con tanto ahínco y perseverancia. Estoy aquí para colaborar. Es la tuya una causa respetable y sincera. No tenemos tiempo que perder, continuemos con la labor. – Zanjó, volviendo a clavar su pala en la tierra a un ritmo ferviente.

Para su sorpresa, el laborioso gnomo del Bosque le indicó que en cuanto se sintiera cansada, descansase todo el tiempo que necesitase, él estaba en plena forma y no precisaba ninguna pausa, más que para tomar un bocado. Era muy hábil con el pico y la pala, pues en sólo una tarde avanzó más que la chica en dos jornadas, aunque pareciese imposible. Le agradeció enormemente a su nuevo compañero que no la distrajese con inoportunas preguntas y que se dedicase únicamente a hacer el trabajo. Durante una de las pausas en la que Judith detuvo la tarea unos minutos, intentó analizar la predisposición que aquel hombrecillo tenía. Le pareció un ser algo extraño y sumamente reservado, al mismo tiempo delicado y entrañable. En algunos momentos notó como si el gnomo del Bosque pudiera leerle el pensamiento, como si fuese capaz, en todo momento, de saber lo que quería o necesitaba, pues antes de que dijera una palabra, sorprendentemente, él ya le había contestado.

Habían pasado ya cuatro días desde el inicio de los trabajos del canal. Hacía unas horas, algunos transeúntes se acercaban a observar como el excelente voluntario y Judith, trabajaban duramente sin siquiera agotarse. Algunos de aquellos ignorantes, decidían marcharse entre comentarios de desprecio y absurdas burlas. En cambio, para extrañeza de Judith y su compañero, una mayoría acabó deteniéndose interesados. Aún no se sabe como sucedió, pero la actitud de los curiosos al ver tanto énfasis y coraje, cambió bruscamente. Más de uno decidió contribuir aportando nuevas herramientas, más prácticas y funcionales, otros participaron cediendo horas de su tiempo libre. Los más ancianos y aquellos que no podían realizar esfuerzo físico, se encargaron de tener comida y bebida para los trabajadores. Al quinto día ya podían ver el roble a sólo unos cien metros de distancia. Las aguas del río, surcaban rápidas el canal aprovechando el ligero desnivel. Tanto la joven como sus ayudantes, no consentían en desfallecer. Aunque a ella, en ningún momento, nadie le pidió el motivo de aquel esfuerzo, todos trabajaron a una, formando un fabuloso e increíble equipo, al que nada podría detener hasta alcanzar la meta.
El viejo roble, atento a todo lo que sucedía, hacía varios días que los había descubierto desde la lejanía. Se sintió de nuevo esplendoroso y afable, algo que siempre fue habitual en él. Las lágrimas que le provocaron el conocer que su resurgir estaba cercano, lo ayudaron a mantenerse firme unos cuantos días más. Fueron esas lágrimas derramadas las que lo alimentaron durante la espera. Fue también, el agradable frescor de las aguas que surcaban cercanas y la humedad que penetraba en la tierra, humedad prontamente percibida por sus profunda y poderosas raíces.

Al sexto día casi estaban a menos de cincuenta metros de aquellas raíces. Judith, el laborioso gnomo y los que se añadieron a la tarea, no cesaban de trabajar codo con codo, entre risas y chanzas. Otros cuantos jóvenes, recién llegados, se acercaron también prestos a colaborar. Todo el que quiso participó en la importante tarea de devolverle la vida al viejo roble, que parecía que estuviera hecho de duro acero, más que de tierna madera, su resistencia a las calamidades lo constataba.
Casi sin que nadie se diera cuenta y mucho antes de dar por finalizado el canal que alimentaría el árbol y lo llenaría de vida, la tierra de los alrededores había comenzado a sanar sus heridas, las grietas se iban cerrando, lentamente pero a buen ritmo. Incluso, en algunos rincones, habían comenzado a aparecer las primeras hierbas, de un verde reluciente de agradable aroma.

Al séptimo día, fue un pequeño y espabilado chiquillo el primero en percatarse del cambio que se estaba produciendo. Con sus gritos de alegría, provocó que todos los presentes se dirigieran hacia el viejo roble.

La chica estaba a punto de dar el último toque de gracia. De repente les aguas claras y cristalinas del caudaloso río, cubrieron la base del árbol, que tan pronto notó el purificador líquido en su piel, comenzó a enderezarse, adquiriendo un nuevo y augusto aspecto. Recuperó su altura y sobre todo la luz para apartarlo definitivamente de la penumbra.

Las voces corrieron rápidas de boca en boca, en pocos minutos casi todo el mundo en la zona estaba al corriente del renacimiento del viejo roble. Los más ancianos se hacían cruces de cómo se había producido el cambio, algunos comentaron que podía tratarse de un milagro. Instintivamente, la gente formó un interminable círculo asiéndose de manos, rodeando el tronco y nutriéndose de su fuerza y firmeza. Todo aquel que se acercaba con buena voluntad descubría algo que no podía describir con palabras. Aunque cada día que pasaba se unían más personas, nunca nadie pudo decir si finalmente se había podido completar el círculo. Nadie se había dado cuenta todavía, de que las ramas del viejo roble milenario podían llegar a los rincones más insospechados.

Judith y su amigo gnomo se miraron orgullosos. Cada día de su vida, la chica acudía a sentarse a los pies del árbol, para continuar con sus conversaciones, sobre todo a escuchar sus palabras, plenas de grandeza y buenos consejos. Estos eran los momentos más enriquecedores de la jornada. Cuando sus congéneres descubrieron ese placer, la imitaron sin dudarlo.

Lo más sorprendente de todo fue descubrir que nunca al lado del roble se hacía de noche. El día entre sus brazos, era eterno.

Ismael, Conciencia y Transformación


Llevaba más de tres años intentando sin éxito ser reconocido, se esforzaba todos los días de su vida, pero no por ello lo conseguía. No era capaz de conseguir que alguien reparase en sus habilidades, ni en su capacidad. Estaba comenzando a hartarse de veras, sobre todo de aquella insoportable ciudad caótica plagada de ruidos que perturbaban su concentración. Cerró bruscamente el aburrido libro que estaba leyendo sin demasiado interés y sin cavilar más sobre su situación, se dispuso a explorar nuevas metas. Se levantó de su butaca preferida, aquella donde pasaba horas de grata lectura y se puso en marcha. Buscaría un cambio notable para su vida, quizás si se movía descubriría lo que verdaderamente anhelaba y así podría alcanzar la armonía y tranquilidad, algo que echaba en falta desde hacía mucho tiempo. Era un hombre de retos, se podría decir que diferente a la mayoría.

No lo pensó un segundo más. Calzó sus apreciadas botas de montaña, después de haberse colocado unos viejos y descoloridos pantalones cortos y una ligera camiseta de manga corta. Cargó la mochila con las cuatro cosas básicas que necesitaría para el viaje. Un nuevo libro, que esperaba fuese más interesante que el que acababa de abandonar. Un diario en el que anotaría, únicamente aquello que mereciese ser recordado. Un bolígrafo, con el que haría esas especiales anotaciones y por supuesto, una fotografía, la de su madre, la persona a la que más añoraba. Recogió algunas cosas más que le podrían ser útiles y después de comprobar que no se dejaba nada importante, cerró la mochila, no sin demasiada dificultad, pues quedaban en ella aún muchos huecos por rellenar. Se la colocó a sus espaldas, dio un último vistazo a su desértico hogar y salió por la puerta decidido a alcanzar su propósito.

Hacía ya más de cuatro días que caminaba sin rumbo fijo, se dirigía en cada momento allá donde la intuición le encaminaba. Cada paso que daba estaba más convencido de lo que había decidido, estaba seguro de que aquella era una decisión acertada. Caminaba quizás más tranquilo de lo que se hubiera imaginado, pisando el terreno con dureza, dejando huella en la densa tierra, su rastro quedaba clavado en ella con tanta intensidad que si alguien se propusiese seguirlo, no tendría demasiada dificultad. No pretendía pasar desapercibido ante nadie, no había nada de lo que tuviera que esconderse. Era una persona libre, abierto a la vida y a todo aquello que la vida pudiese aportarle durante el trayecto que se había propuesto hacer. Era consciente, de todos modos, que durante el camino le aparecerían trabas que tendría que superar, pero eso no le suponía ningún impedimento, más bien al contrario, aprovecharía esas trabas para aprender de ellas y de lo que le aportasen de nuevo a su vida. Compartiría con las personas todo aquello que fuese aprendiendo. Era una buena idea. Se sintió de repente entusiasmado y a la expectativa. Mantuvo los ojos bien abiertos, esperando encontrar aquello que le ayudase en su avance.

Sin darse casi cuenta, volvió a oscurecer. Un día más estaba llegando a su fin. Era verano, pero el frescor que acompañaba la brisa del anochecer era necesario amortiguarlo con una chaqueta. Miró ante él, el viaje sería largo. Se fijó de pronto en una pequeña luz entre la frondosidad del Bosque, por un momento creyó que parpadeaba, pero pronto se dio cuenta de que la intermitencia era provocada por el ramaje de los árboles que se interponían conforme caminaba. Se dispuso a atravesar el valle derecho de la montaña en dirección a aquel diminuto punto, aprovechando entre tanto para gozar del paisaje que le ofrecía la Naturaleza. Todo el entorno era magnífico, cada rincón tenía su encanto, un encanto especial que supo reconocer. Un árbol o un arbusto, una flor, cualquier flor, un fruto, la hierba, el musgo. Las diferentes olores y colores, los sonidos de las aves, del aire que mecía las hojas, el sonido de sus propias pisadas y por supuesto, también el silencio que transmitía la presencia de las rocas y piedras que formaban la base del camino y de la montaña.

Encontró una estrecha pero confortable hendidura entre las rocas a modo de cobertizo que usó para guarecerse de la noche. Sacó una delgada colchoneta de excursionista que instaló en el duro suelo y se acomodó con la intención de quedarse dormido lo más pronto posible, al día siguiente le esperaba otra jornada de camino y reflexión. Aunque la oscuridad invadía la oquedad, supuso que al amanecer el sol haría acto de presencia filtrándose por el hueco con efectividad. Esperaba que asi fuera, pues tenía un sueño muy profundo y lo único que le despertaría sería la claridad del día.

Para su suerte, sucedió como esperaba, los sinuosos y tempraneros rayos del sol, rozaron el perfil de su cara invitándole a levantarse. Salió de la pequeña cueva y alzó los brazos desperezándose. Al mirar al frente pudo percibir de nuevo aquella lejana luz que se abría paso a duras penas entre la frondosidad del Bosque. Debía haber caminado bastante el día anterior, pues esta vez la luz estaba mucho más próxima. Le extrañó, no podía distinguir de donde procedía. Imaginó que provenía de una casa habitada, perdida en la montaña. Consultó el mapa que compró antes de adentrase en la montaña con la finalidad de no perderse durante el trayecto, para su sorpresa, no localizó ninguna edificación por la zona en la que observaba el intenso resplandor. Por un momento pensó en modificar su ruta, seguramente la luz no significaba nada. Se lo volvió a pensar. Aquella luz era realmente atractiva, comenzaba a sentir curiosidad, un repentino interés que le comenzó a atrapar sin dejar de apartar sus pasos de la ruta que se dirigía en aquella dirección. Escuchó los ronroneos de sus tripas, había estado tan enfrascado en sus pensamientos y cavilaciones que no se había acordado de tomar algo de alimento, si no lo hacía, en breve comenzaría a perder fuerzas y eso era algo que no se podía permitir. Como no tenía ninguna prisa, se detendría a comer alguna cosa y más tarde continuaría por el sendero en esa misma dirección. Encontró una roca perfecta para tomar asiento. Se dispuso a comer unas manzanas, unas pocas almendras que pudo recoger directamente del árbol y un trozo de queso, acompañando la liviana comida con unos tragos de agua fresca del manantial que hacía pocas horas había dejado atrás y del que se había aprovisionado para unos cuantos días. En cuanto se sintió satisfecho, recogió, dejó pulcro el lugar para que no quedara rastro de desperdicios y retomó la marcha.

Durante el agradable paseo, se convirtió en mágica la oportunidad de la que disponía para aclarar su mente y sobre todo su corazón. Aquellas largas horas de soledad le aportaban más de lo que nunca hubiera imaginado, eran instantes para conectar con su interior y sincerar su alma. Tuvo tiempo para revisar su transcurrir desde la más tierna infancia. Pasaron claramente por su recuerdo momentos que había olvidado, instantes borrados de su mente y que emergieron con suma facilidad. Pudo distinguir el rostro de su abuela, casi notó sus afectuosos abrazos a la llegada al pueblo todos los años, menos el último verano, cuando a los pocos días falleció debido a su vejez. Una nueva imagen le sobresaltó, se vio a si mismo a los doce años de edad, corriendo acompañado de sus amigos de juegos un día al salir de la escuela, el mismo día en el que al llegar a su casa encontró a su madre tirada en el suelo sangrando y gritando como poseída. Fue también ese, el día en el que nació su única hermana, su pequeña Raquel, quien siempre tuvo dificultades en la vida y a quien siempre ayudó en lo que fue menester. Tuvo una corazonada. Regresaría y recuperaría alguna foto más del resto de su familia, había sido un estúpido al no traer consigo el álbum familiar. De repente, aquel resplandor. Estaba más cerca que nunca a muy poca distancia ya, si no se detenía alcanzaría la luz antes del anochecer. Ya que había llegado hasta tan cerca, no podía darse media vuelta.

Se sorprendió de nuevo, miró a su alrededor. Unas intensas vocecillas le animaban a continuar. Hacía rato que hubiera dicho que estaba acompañado, en cambio, fue incapaz de ver a nadie a su alrededor. Dejaría las fotos para otra ocasión. Sacó su diario y su bolígrafo y se explayó anotando las experiencias que estaba encontrándose en su camino, deleitándose en la expresión de todas las sensaciones y emociones recibidas. Escribió durante algunas horas, aprovechando también para explayarse haciendo simpáticos dibujos, tan pronto concluyó, alzó la vista hacia la incipiente luz para ir tras ella, decidido.

En poco menos de seis horas de ruta, alcanzó, por fin el lugar. Se detuvo a tan solo unos metros de la fuente de la que emergía aquella energía. La oscuridad de la noche quedaba mortecina por la claridad que se filtraba por las ventanas de la casa con la que acababa de toparse. De nuevo aquellas vocecillas frágiles pero intensas volvían a inmiscuirse en sus pensamientos. Insistieron en que se acercara más a la casa. Obedeció, caminando a paso lento y meditado. Pensó que la casa podía estar habitada y que a sus dueños no les agradaría ver merodear a nadie por los alrededores y muchos menos a aquellas horas de la noche. Se asustó de repente, unos fuertes ladridos le alertaron. Miró alrededor hasta distinguir la silueta de un precioso perro labrador, de orejas gachas y ojos avispados.

Decidió quedarse inmóvil mientras el animal le olisqueaba a conciencia, acercando su hocico a todos los rincones de su cuerpo, como si buscase algo en concreto o quizás, fuese solamente para memorizar su aroma. En cuanto el perro se alejó un poco y viendo que era inofensivo, observó con detenimiento aquella impresionante casa viejísima de piedra, pero no por ello estropeada o ruinosa, ni mucho menos. Parecía extraño que siendo tan antigua como se intuía, se mantuviera en perfecto estado de conservación, pues no creía ir errado al pensar que la casa contara con siglos y siglos de historia. Sus paredes se elevaban fuertes y robustas, de tal manera que nadie pudiera violarlas por la fuerza. Dio un vistazo por la parte exterior antes de decidirse a llamar a la puerta. Se trataba de una casa grande que se elevaba en varias plantas, dos, tres, cuatro, quizás, desde fuera no se podía asegurar, pues tenía una forma muy peculiar que podía confundir el número de pisos. La fachada estaba formada por enormes piedras recias y robustas que recordaban la construcción de las pirámides egipcias, estaban dispuestas de tal manera que conformaban un muro de aspecto indestructible. De nuevo las vocecillas le alentaban a bordear la casa con el fin de localizar la entrada, en la fachada en la que se encontraba no observó ningún acceso. Le pareció que los dueños de aquel inmenso hogar habían estado muy acertados al escoger el lugar, pues se hallaba en una zona privilegiada. Desde aquella altura se podía distinguir con detalle toda la falda de la montaña, la frondosidad del Bosque, los claros de las parcelas de tierra labrada, las plantaciones de frutales de todas clases. Hizo una fuerte exclamación cuando embelesado por el paisaje le llegó una extraña olor que pronto pudo identificar. Si se esforzaba podía distinguir un inmenso océano, allá a lo lejos, con un mar de intenso azul cristalino. Notó de pronto el pelaje del labrador rozando sus pantorrillas. Movía la cola desesperadamente, Ismael se agachó para acariciarlo a lo que el animal respondió con un claro agradecimiento dando intensos lametones y saltos. Decidió seguirle, a ver si él le enseñaba el modo de alcanzar la entrada, pues aunque preguntó a las vocecillas, éstas no respondieron. Tenía intención de saludar a los habitantes de aquella gran mansión y de hacerles algunas preguntas, esperaba que fuera recibido con amabilidad, en caso contrario se vería obligado a darse media vuelta y a adentrarse de nuevo en el Bosque, el problema estaba en no saber hacia donde dirigirse.

Al llegar a la parte contraria de la casa, sus ojos se recrearon en los preciosos muretes adornados con infinidad de flores y plantas, perfectamente cuidadas, de las que emanaban toda clase de intensos aromas florales que provocaban una agradable sensación de bienestar. Cuando se sintió pleno, continuó rodeando la mansión acompañado de su inseparable amigo. Finalmente, distinguió la puerta. Se trataba de una rígida puerta de hojas de madera noble, trabajada delicadamente con un bonito decorado, la soportaban unas viejas bisagras de hierro. Un imponente picaporte dorado, convidaba a llamar.

Lo levantó y lo dejó caer con suavidad, sin pretender ser grosero ni inoportuno. Esperó respuesta, nadie respondió a la llamada. Dio otro débil golpe, tranquilo, sin desesperar. Nada, silencio absoluto. Repitió la llamada cinco o seis veces, quizás. Estaba a punto de volverse. Tuvo la sensación de que allí no pintaba nada, que se estaba entrometiendo en algo que no debía. Estaba a punto de darse la vuelta, cuando algo le hizo cambiar de opinión. Aquellas invisibles acompañantes de voz frágil pero intensa le provocaron la tentación de dar un fuerte empujón a la puerta, que para su sorpresa cedió - pese a lo pesada que era -, emitiendo al abrirse un espantoso chirrido. Aquello no le supuso ningún impedimento, al revés, pensó que la puerta estaba abierta por algún motivo. Puede que la casa no tuviera ni cerradura ni llave, porque se tratase de una casa para ser visitada. Le costaba entender qué clase de extraño impulso le había llevado a dar aquel empujón a la puerta y cual era el motivo por el que tenía tanto interés en aquel hogar. Pensó incluso en que le era familiar. Escuchó de nuevo aquellas vocecillas, las buscó, les rogó que se dejaran ver. No hubo respuesta.

Sin pensarlo más accedió alcanzando un amplio habitáculo vacío. Le molestó la claridad del interior en comparación con la penumbra del exterior. Necesitó unos minutos para recuperar la visión sin sombras ni alteraciones. Echó un rápido vistazo, en cuanto sus ojos se habituaron a la luz buscando alguien...

Apareció en una gran sala en la que justo en el centro se encontraba una elevación de piedra sobre la que ardía insistente un perfecto fuego que se alimentaba de troncos de madera seca que chisporroteaban de forma intermitente. Era una sala espaciosa, la luz que la inundaba se reflejaba en el hermoso suelo de mármol resplandeciente, que parecía un espejo. Avanzó por un ancho y largo pasillo que pudo adivinar en la parte izquierda. Al acercarse a las paredes y tocarlas con sus manos, pudo apreciar la calidez de los materiales con los que estaban hechas. El recorrido por el pasillo era largo, parecía un lioso laberinto. A veces dudaba hacia donde dirigirse. Si penetraba por el pasillo de la izquierda, se topaba con un alto muro infranqueable, si en cambio elegía el de la derecha, sin saber como, a los pocos metros se volvía a encontrar en el punto de inicio. Se estaba comenzando a desesperar. Había perdido la noción del tiempo y del espacio. Pensó en que si pudiera encontrar la salida de la casa volvería, regresaría a su hogar, aunque tuviera que volver a recorrer aquel largo camino, eso no importaba. No entendía que significaba aquello, el porque de aquel camino sin salida. Creyó incluso por unos instantes haber perdido la percepción de la luz. Cuando consiguió tranquilizarse se dio cuenta de que no, de que la luz seguía invadiendo la estancia, atravesando las paredes de los innumerables pasadizos.

En un momento dado, escuchó a la perfección su nombre. Las insistentes vocecillas estaban ahora, llamándole. Presto, se dirigió hacia allí. Su corazón palpitó de júbilo, no podía creérselo, acababa de encontrar a su madre a quien no veía desde hacía más de veinte años. Corrió a sus brazos emocionado y exhausto. Diversos rastros de luces acompañaron a Ismael hasta el regazo de su madre.






Allá en una humilde casa en el centro mismo de la ciudad, la joven Ana, marcaba con desesperación los números de teléfono de la ambulancia. El Señor Ismael, se encontraba inmóvil, sentado en su butaca preferida, aquella en la que pasaba largos ratos de agradable lectura.

Parecía muerto.

Lo más extraño era que Ismael calzaba sus apreciadas botas de montaña, vestía unos viejos y descoloridos pantalones cortos y una ligera camiseta de manga corta, para más extravagancia, llevaba colgada a la espalda, una mochila de excursionista. Ana, abrió con cuidado la mochila y extrajo el contenido con expectación, intrigada por ver aquello que ocultaba su interior. Halló un viejo libro, un diario, un bolígrafo y una fotografía de su desaparecida madre María. Llevada por la curiosidad abrió el diario y comenzó a leer:

Es verano, pero el frescor de la brisa del anochecer debo aplacarlo con mi chaqueta. Sé que el viaje será largo. He percibido una pequeña luz entre la frondosidad del Bosque, por un momento he creído que parpadeaba, pero pronto me he dado cuenta que la intermitencia la provoca el ramaje de los árboles que se interponen conforme camino. Me dispongo a atravesar el valle derecho de la montaña en dirección a ese diminuto punto, aprovechando entre tanto para gozar del paisaje que me ofrece la Naturaleza...

Todos los márgenes de las páginas estaban bellamente decorados por simpáticos dibujos de bellísimas hadas. Las mismas que habían acompañado a Ismael todo el tiempo durante su último viaje.

Miriam, del pequeño yo al Gran Yo


Caminaba cabizbaja, pensativa, las cosas no iban bien, quizás fuese ella quien tuviera la culpa. Pensó en lo mucho que le gustaría cambiar su forma de actuar, de un tiempo a esta parte notaba un cambio, más bien lo notaban aquellos que la rodeaban, pues ella, hacía ver que lo ignoraba. Recabando estos pensamientos, se dio cuenta de que lo que anhelaba era volver a la normalidad pero no sabía como conseguirlo. Aquel día se sentía especialmente mal. Tenía ganas de huir. De alejarse de todo y de todos. Demasiados problemas. Calzó sus zapatillas de deporte, se vistió con un equipo de paseo y se anudó la sudadera a la cintura. Era una mujer activa que, por lo menos tres veces por semana, corría cinco kilómetros. Ese día no tenía ningunas ganas de hacerlo, en cambio, recordó que era en esos momentos de soledad en el que sólo escuchaba el latido de su corazón, cuando percibía un ligero bienestar, que para su pesar, sólo duraba lo que duraba la breve salida. Vivía a las afueras de un viejo pueblo, con grandes extensiones de campos de cultivo y donde sus habitantes se ganaban la vida principalmente con la agricultura y el ganado. Para su desdicha, trabajaba en la ciudad, a la que tenía de llegar todos los días en su destartalado automóvil, mientras padecía los atascos matinales y vespertinos.

Se arriesgó a coger la carretera que conducía hasta un vecino pueblo apartado. Allí podría coger un camino que subía hasta la montaña. Algunas veces lo había hecho, pero se trataba de un largo trayecto. Aún reconociendo su falta de ánimo, pensó que aislarse durante unas horas la reconfortaría. Comenzó la carrera despacio, haciendo el calentamiento que precisaban sus músculos, mientras la angustia se apoderaba lentamente de su alma.

Siempre había sido una persona agradecida, alegre y optimista, sin embargo, últimamente, sus emociones giraban constantemente en torno a las dificultades que le ponía la vida. Se sentía una desgraciada. Era tanta la presión a la que estaba sometida que su capacidad comenzaba a ceder, así como, su paciencia y su equilibrio, características que se estaban agotando a un ritmo más alto de lo que desearía. Dejó el camino que le quedaba a la derecha y decidió seguir montaña arriba, le sobraban fuerzas. Era, con toda seguridad esa ira interior la que le imprimía coraje. Vitalidad que emanaba con rabia, con tanta, que sus blancas zapatillas deportivas quedaban dibujadas en la tierra. Tenía ganas de desahogarse, de quemar energías, de llorar y de gritar. Si las fuerzas se lo permitían, quizás alcanzase una inmensa explanada que se abría en medio de la montaña a un par de kilómetros. Estaba dispuesta a intentarlo. La tranquilidad que impregnaba el lugar era digna de ser disfrutada. Allí no sentía el agobio que le proporcionaban los problemas que albergaba su vida y de los que no tenía modo de desprenderse.

Se encontraba ya bastante alejada, metida de pleno en la profundidad de aquel mágico lugar de densa vegetación, plagado de árboles y arbustos, ramas caídas y hojas secas que crujían al ser pisadas, emitiendo un agradable sonido, sumamente débil, pero suficiente para sentirse acompañada. Se le acumulaban sentimientos y emociones. Le alcanzaron las dudas y una preocupación exacerbada sobre su futuro. Sintió un indefinible agobio que le provocó la necesidad de desahogarse llorando. Permaneció sumergida en su llanto horas y horas. Lloró tanto que casi perdió el sentido.
De repente, percibió unas frías gotas en la parte más alta de su cabeza. Levantó la vista al cielo, como pudo, mirando a través del ramaje, distinguió unas apretadas nubes que amenazaban lluvia. Sólo faltaba eso - pensó. No tenía donde refugiarse, no llevaba impermeable, ni capucha en su sudadera. El agua comenzó a caer en segundos, con suma violencia. Tenía suerte de la espesura de los árboles, pues eran sus pobladas ramas las únicas que le ofrecían cobijo, algo, de todos modos, que no impidió que su ropa se calara. Tuvo que tomar la decisión de refugiarse en alguna oquedad de la montaña a esperar a que el cielo se abriese. Utilizó un tronco tumbado, viejo y medio podrido para tomar asiento que casualmente restaba bajo una especie de cobertizo natural. Esperaría allí.

Pasó largo rato antes de que la lluvia cesara. El suelo se había impregnado tanto que pequeños charcos alimentaban un peligroso barrizal que dificultaría la marcha. De repente sintió un pánico terrible a estar perdida. La rápida oscuridad provocada por el temporal, no parecía que fuera a diluirse en breve, pasarían aún algunas horas antes de que se despejara el cielo, para entonces ya sería de noche, lo que significaba que no dispondría de luz para tomar el camino de regreso, hasta la mañana siguiente. El simple hecho de imaginarse la crudeza de la situación, le hizo temblar de miedo.
Respiró e intentó serenarse.

Había amanecido ya. Debió quedarse dormida de agotamiento, no recordaba cuando sucumbió, pero fue un alivio, al menos durante el sueño su cabeza había dejado de dar vueltas y más vueltas buscando una salida a aquel imprevisto. Parecía que el día pudiera ser espléndido, le costó advertirlo mirando a través de las densas ramas que lo ocultaban, creyó ver todavía unas deshilachadas nubes que impedían aún que el sol brillara con toda su fuerza, entonces se dio cuenta de que estaba hambrienta. Hasta el momento en que sus tripas se quejaron, no había reparado en la necesidad de alimentarse. Razonó antes de dar por perdida la ingesta de algo que le calmase el estómago momentáneamente. Estaba en un Bosque, si buscaba con agudeza, seguro que podría encontrar alguna fruta silvestre. También tendría que ser precavida y no ingerir algo que pudiera resultar peligroso. Tenía conocimiento de que muchas de las bayas que se podían encontrar en los arbustos, eran venenosas, incluso, algunas, letales. Fue comedida en su frugal desayuno, no se atrevió a ingerir demasiado, por si acaso no le sentaba bien. Tuvo suerte al toparse con un frondoso madroño que la abasteció lo suficiente para calmar el hambre incipiente.
Su principal preocupación, en esos momentos, era regresar y recuperar la estabilidad perdida. No tenía idea de cómo saldría de allí. No soportaría estar sola y desamparada por mucho tiempo. Llegado a éste punto, decidió ponerse en marcha. La tormenta había borrado todo rastro de camino. Mirase donde mirase todo le parecía tener el mismo aspecto, un aspecto turbio, ajado, sin brillo. La totalidad del paisaje estaba plagado de desidia, se había esfumado el encanto, no existía el color. El gris lo impregnaba todo. No se lo podía creer.
Descubrió unos leves rayos que a duras penas se filtraban entre los obstáculos. Fue gratificante. Decidió coger la dirección del sol, caminaría hacía él.

Debía llevar varias horas caminando sin descansar. Algo desfallecida, se detuvo a buscar un lugar en el que resguardarse y tomar aliento. Buscó rápido con la mirada, hasta encontrar un precioso tronco en el que se sentó. Tardó algunos minutos en percatarse de que el lugar en el que se acababa de detener le era muy familiar. Escrutó el entorno asustada. No se lo podía creer, estaba en el mismo punto del que había partido. ¿Cómo era posible...? – se preguntó. No era capaz de encontrar la salida. Se cubrió el rostro con las manos, angustiada. El pánico a volver a extraviarse no la dejaba razonar. Se quedó allí, inmóvil, sin ánimos ni ganas de moverse. Pasaron, nuevamente varias horas, tantas como para que el anochecer volviera a adueñarse del día. Miriam, casi no podía creérselo, llevaba ya casi dos días, atrapada en el Bosque, sola, tan sola que podía escuchar sus intensos latidos y la amargura que la corroía. Tuvo fuerzas para rastrear el suelo, levantando con cuidado las hojas caídas. Una vez más, tuvo la suerte de encontrar alimento. A los pies de una gran encina, localizó un concurrido grupo de setas, sumamente apetitosas, las identificó. Gracias a Dios eran comestibles. Recogió un buen puñado y se entretuvo limpiándolas con esmero, retirando el fango que las cubría. Imaginó lo sabrosas que resultarían a la brasa, pero no tenía nada para encender fuego. Se las comió crudas. Los efectos del hambre debían ser incalculables, pues pese al amargor que dejaba cada bocado, las encontró riquísimas.

La débil luz del amanecer la envolvió sutilmente. Agradeció la calidez de los rayos, las primeras horas del alba eran las más duras, el frío la despertaba y no la dejaba volver a conciliar el sueño. Comenzó un nuevo día, sin demasiada esperanza. No iba errada, el pánico a aventurarse hacia lo desconocido no la dejaba actuar. Transcurrieron así algunos, días, semanas, quizás, incluso meses. Había perdido la noción del tiempo. Levaba tanto sumergida en aquel lugar, que se había convertido en su nuevo hogar. Era, únicamente la extrema soledad la que le atormentaba.

Con la vista fijada en el húmedo terreno, observó una hilera de afanosas hormigas dirigiéndose a su nido. Si aquellos diminutos seres eran capaces de encontrar el camino que los conducía a su casa, ella no tenía porqué no conseguirlo.
Una mañana de entre tantas, se dispuso a avanzar unos pasos, con la intención de buscar el alimento de la jornada, imitando así a las hormigas. Sin darse cuenta se había apartado más de lo acostumbrado de su desolado universo. Ocurrió casualmente. Su vista se alzó rápida al escuchar claramente un fuerte aletear de alas. Observó la dirección que tomaban un grupo de aves que surcaron el aire a pocos metros por encima de su cabeza. En cuanto fue consciente de su imprudencia, el pánico se apoderó de ella. Se preguntó si sería capaz de volver a su refugio antes de que la noche la alcanzara, aquel entorno era diferente, demasiado espacio abierto. Allí la luz penetraba con mucha más intensidad, pues los árboles estaban más dispersos y por tanto no había ramaje que impidiera el paso de los rayos del sol, lo agradeció, al menos sintió su dulce calidez mientras duró el paseo. Algo en su interior la animaba a que avanzase, a que siguiera por aquel camino. Algo le advertía, sincero, que no tuviera miedo a atravesar aquel campo abierto. En cambio, ella se sentía incapaz, quedaba demasiado a la vista de todo. Llevaba tanto tiempo sola y oculta en su mundo que no podía confiar en que le ocurriera nada bueno. Su destino estaba marcado por la desgracia y el fracaso, por la soledad y el desasosiego, sobre todo, por la cobardía. Era demasiado arriesgado seguir adelante.

Volvió atrás, era lo mejor, lo que consideró más idóneo. Regresó cabizbaja, mirando al suelo, ocultándole a su mirada todas las maravillas del cielo. Descansó y lloró para sus adentros, pues lágrimas ya no lo quedaban. Se regodeó en su voluntario encierro, sufriendo nuevos días y nuevas noches de amargura y absoluta soledad. Había pasado tanto tiempo encerrada en aquella pequeña zona oculta, que llegó a agotar el alimento. No quedaban frutos que llevarse a la boca, ni siquiera agua, algo tan esencial que de seguir así unos días más, el único desenlace posible quedaba evidente, hasta para sus entrecerrados ojos. Estaba acomodada en el especial y amagado catre que su Naturaleza le había ofrecido, hecho a base de hojas secas y pequeñas ramas. Su mente deliraba, su vida se agotaba por momentos. Era una agonía lenta, lenta y dolorosa. Se resecaron sus labios, una dura capa de tierra seca se pegó a sus párpados, se endureció su mirada, estaba cubierta de polvo, sucia y harapienta. Estaba acabada. Se dejó llevar por el sueño, deseó no despertar jamás. Se durmió y se abandonó por completo sin más deseo que el de lograr descansar para siempre...
Fue éste su último pensamiento.

Aquel amanecer, sin saber como sintió fuerzas para caminar. Se irguió como pudo y se puso en marcha, abrochando con fuerza sus roñosas zapatillas. Recordó el camino que la condujo hacía ya mucho a un amplio terreno abierto, lleno de luz. Fue hacia allí decidida, a paso extrañamente ligero debido a sus escasas fuerzas y delgadez. Adivinó intuitivamente cada atajo y cada viraje y en pocas horas se postró a las puertas de aquella inmensa extensión. Pensó que no podía dejarse vencer por la laxitud, que era decisivo seguir adelante. Esta vez no recordó el pánico. Una energía difícil de identificar era la encargada de aquel milagro.
De repente..., gritó. Fue un grito sencillo, suave, tímido... Acababa de descubrir algo nuevo. Pudo definir en el horizonte un inmenso e inacabable embalse de agua. Corrió desesperada en esa dirección. Casi no podía creérselo. Alcanzó en breve la orilla de un precioso lago, amplio y profundo, localizado en una de las zonas más paradisíacas del Universo. En un momento en el que miró hacia las aguas claras y limpias del lago, vio reflejado el que parecía su rostro. Se fijó con precisión, la imagen que devolvían las aguas era diferente a la suya. Se acercó más para distinguir con claridad a quien podía pertenecer aquella otra imagen, si en realidad, nadie la acompañaba. Quedó perpleja, era evidente que aquel rostro no era el suyo, que aquella mirada era de alguna otra mujer, que aquella triste mueca no podía provenir de su cara, pues ella no estaba haciendo ningún gesto.

Se incorporó asustada. ¿Cómo era aquello posible? Lavó a fondo su cara con el agua fresca. Se tocó la tez buscando algún indicio que le diera una pista. Su nariz, pequeña, bien formada, la notó tal cual era. Su boca, más bien grande, de labios finos, también estaba normal. Los pómulos, fuertes y marcados. Las cejas, negras, pobladas, delicadamente perfiladas. Los cabellos, sueltos, sinuosos, brillantes... Todo tenía el tacto y la forma de siempre, en cambio...

Se volvió a inclinar sobre las aguas. Se observó buscando los detalles que la hacían parecer diferente. No era una forma concreta, no era tampoco el tamaño, ni el color o el tono de la piel… Era algo mucho más profundo. Era, quizás, la expresión, la mirada, la semblanza,...

Quiso retar a la imagen, para lo cual dibujó con dificultad una espléndida sonrisa, pero la imagen no respondió, su expresión continuaba seria. Hizo ver que lloraba, a lo que la imagen se mantuvo impasible. Hizo un gesto sensual, la imagen como si nada, continuaba sin reflejar lo que ella quería exteriorizar. Sonrió, emitiendo una débil carcajada. Nada, solamente total pasividad. De repente, volviendo a la razón, le pareció ridículo estar jugando con su propia imagen, como si esperase de ella alguna cosa especial. Que absurdo, - pensó. Comenzó a dar vueltas arriba y abajo cerca de la orilla, cavilando sin parar y mirando de tanto en tanto de reojo, el desconocido rostro. Buscó razones, de esa guisa durante largos minutos, descartando aspectos y posibilidades, hasta que por fin dio con la respuesta.

Estaba claro, la diferencia estaba en su interior.

Quedó decepcionada consigo misma. ¿Cómo era posible que su cuerpo no estuviese conectado con su interior? ¿Cómo era posible que no estuviesen de acuerdo el uno con el otro? Le parecía imposible, pero era así, lo acababa de constatar. Lo peor, quizás era, saber el porqué su interior se mostrada tan extremadamente serio. Porqué aquellos ojos se mostraban terriblemente afectados por la angustia.

De golpe, notó como en las aguas que le hacían de espejo, comenzaban a formarse una serie de círculos concéntricos que deformaban la imagen. Se movían como cuando lanzas una piedra al agua. Lo curioso era que ella no había tirado ninguna piedra ni nada parecido, en cambio las aguas ondeaban sinuosamente. Las observó con detenimiento, las aguas no se detenían, no cesaban en formar ondulaciones, siempre conservando un constante ritmo. Estaba fijamente concentrada, cuando la imagen comenzó a hablar. Era una voz extraña, suave y delicada, como la voz de una preciosa ninfa. Dudó, había algo, de todos modos, que no entendía. Se detuvo perpleja, aquella voz no procedía de la imagen. Se cercioró, no era la imagen quien hablaba, aquella voz no era externa, no venía del exterior, por tanto, la voz era la de su interior, no cabían más posibilidades. Le hubiese gustado que en aquel momento alguien estuviese con ella para poder pedirle si también escuchaba la voz. Aunque sabía la respuesta. La voz hablaba desde su interior y solamente ella la podía escuchar, sólo ella. Era como si se hubiese metido en sus pensamientos. ¿Portaba una ninfa dentro…? – se interrogó. El serio rostro debía tener algo que decirle. Como era algo incrédula, antes de aceptar lo que estaba sucediéndole, decidió hacer sus pertinentes comprobaciones. Le dio la espalda a la imagen. Tal como intuía, pudo escuchar la voz a la perfección. La escuchó con serenidad, un rato, captó su lamento, algo que la entristeció súbitamente, su interior estaba dolido. Algo desconcertada, se dispuso a continuar caminando para comprobar si la voz continuaba con ella. Se retiró de la orilla del lago y se adentró en la montaña unos metros, apartando a su paso las ramas de los pequeños arbustos que le cortaban el paso. Efectivamente, la voz continuaba impertérrita, evocando su pertinaz súplica. Aquella fue la prueba tangible. Le pareció algo muy extraño, más bien alucinante.

Retomó la serenidad, no tenía motivos para mostrarse arisca, la voz era sumamente delicada, aunque siguiera sin entender como aquello era posible. Buscó un razonamiento, sin hallarlo, hasta que finalmente decidió detenerse a escuchar. Si esa voz había aparecido, algo debería querer decir, sino no tenía sentido nada de lo que estaba sucediéndole.
Estuvo atenta, prestando toda la atención, dejando abiertos sus sentidos. Fue de éste modo como supo que debía lanzarse a las aguas y atravesar el lago. Fue así, dejando hablar a su interior, como captó que en la otra orilla encontraría la tranquilidad, la estabilidad y la armonía. Era sumamente arriesgado, seguramente, cruzar el lago tenía sus peligros, pero si no lo intentaba no conseguiría nunca volver a su verdadero hogar. Recobrar la ilusión, disfrutar de su familia y de sus amigos, de lo positivo de su trabajo y de tantas y tantas maravillas que se estaba perdiendo por no ser valiente.

Miriam se quedó anonadada, dudó. Ella era una cobarde, mostrarse valiente, ¿cómo lo haría? – se preguntó, incapaz de concebir algo así. Sería imposible. ¿Y si no lo conseguía? – dudó, de nuevo. Pero podía intentarlo, total, que perdería si ya no le quedaba nada, ni tan sólo ánimos. No había más que hablar. Se introduciría en el lago. Estaba decidido. Respiró hondo, suplicó ayuda con inmensa fe y sin más, saltó. Su cuerpo percibió el frío contraste del agua. Se despertó.

Para su desgracia todo había sido un sueño, no existía tal lago, ni tal voz, ni tal riesgo... Un sueño, - gritó con desesperación. Permanecía tumbada en su incómodo catre, alucinada y decepcionada. La asaltó una fuerte desesperación. Fue esa misma desesperación la que le imprimió coraje, tanto coraje que sus extremidades se vieron fortalecidas bruscamente, su corazón latió con una potencia inusual y su mente, más clara y abierta que nunca la condujo hasta la entrada de el primer camino que apareció ante sus ojos. Lo reconoció al instante, era el mismo camino que el de su sueño. Apretó el paso, cada vez con más tesón y energía, tal y como ocurriera en su sueño. Y de repente...

Gritó. Fue un grito sencillo, suave, tímido... Acababa de descubrir algo nuevo. Pudo definir en el horizonte un inmenso e inacabable embalse de agua. Corrió desesperada en esa dirección. Casi no podía creérselo. Acostumbrada a correr durante kilómetros, alcanzó en breve la orilla de un precioso lago, amplio y profundo, localizado en una de las zonas más paradisíacas del Universo. En un momento en el que miró hacia las aguas claras y limpias del lago, vio reflejado el que parecía su rostro. Saludó a la imagen con un tierno guiño y sin más se lanzó al agua. Fue agradable notar el frescor que recorría su piel en toda su extensión y plenitud. Nadó incansable. Durante la travesía notó como la costra que ocultaba parte de su visión se fue desprendiendo, poco a poco, hasta desaparecer definitivamente. Por fin, podía ver con claridad. Reconoció los colores y los olores con precisión, sin cesar en su incansable nado hasta la otra orilla.

Trepó con fuerzas y entusiasmo el desnivel que separaba el agua de suelo firme. Respiró profundamente y sonrió. Algo le llamó la atención, era una voz que le advertía. Giró en redondo y miró hacia el agua. Ésta, ondeó unos instantes, finalmente cesó. Pudo verse como en un espejo. Emitió una amplia y tierna sonrisa que fue reflejada a la perfección por la imagen. Volvió a hacer un guiño y marchó de regreso a casa. Lo había conseguido.

Isaías, del poder dominador al Amor Incondicional


En el Gran Lago…
Unos intensos alaridos de soledad y pánico alcanzaron el otro extremo del lago hasta llegar a los oídos del viejo duende. Aún sin tiempo para cubrirse, salió de su escondrijo y se mantuvo alerta un largo rato, intentando averiguar la procedencia de aquel terrible lamento que hacía encoger el alma. Parecía que provenía de la zona norte, allí donde se localizaba el Gran Lago. Dudó entre volver a su guarida y seguir durmiendo o ataviarse adecuadamente e ir en busca de aquel desesperado.

Dado que tenía unas piernas excesivamente cortas y escasa envergadura, tardó una eternidad en llegar hasta las proximidades de las aguas. Una vez estuvo a unos pasos de la orilla, oteó el horizonte repetidas veces sin hallar intruso alguno. Los gritos habían disminuido en volumen pero no en intensidad. Se estaban volviendo insoportables, de tal modo que se arriesgó y trepó por el robusto tronco de un tejo herido, la rugosidad de la superficie le ayudó en su ascenso. Como pudo y no sin temor a caer, subió a más de tres metros de altura. Quedó exhausto, agotado y sin fuerzas. Había valido la pena.
Acababa de localizar la fuente de aquella desesperación absoluta.

En el centro mismo del embalse se encontraba un joven que perdía fuerzas a cada nuevo berrido que daba. Tuvo el impulso de ayudarlo. Aprovechó la súbita afonía del muchacho para gritar a pleno pulmón de modo que percibiera su presencia.




Horas antes…
Esther escuchó el tremendo portazo con el que su hijo había denotado su regreso a casa, claramente bebido como casi todos los días. Se burló cuando su madre le ofreció que se sentara en la mesa a cenar. No pensaba probar bocado, prefería conciliar el sueño rápido para así al día siguiente, comenzar una nueva jornada de holgazanería y vandalismo.
Juan, no entendía que un hijo de sus entrañas estuviera tan carente de sentimientos, que nada ni nadie le preocupase y que ni siquiera fuese capaz de tener un comportamiento digno, al menos con sus propios padres. Se reía de todo aquel que adquiría conocimientos, se mofaba del trabajo, acechaba a las más jóvenes del pueblo con su soez vocabulario. Un día tras otro, volvía embriagado, utilizaba a su madre de esclava, a quién además abochornaba con insultos, exhibicionismo y amenazas. Había cumplido ya los dieciocho años y no tenía ninguna intención de retomar los estudios que abandonó con sólo doce y mucho menos pensaba en buscarse alguna ocupación que le reportase unos ingresos para poner en orden su desorganizada vida.

Muchas tardes, cuando Juan regresaba del trabajo, se encontraba a su mujer llorando amargamente. Aunque Esther, intentaba por todos los medios que su esposo no conociera toda la verdad del día a día de aquella casa, intentando disimular su evidente tristeza, Juan era demasiado avispado como para que algo así le pasara por alto. No podía consentir ni un día más que la situación se prolongara y acabara destrozando su familia. Tenía que encontrar como fuera el modo de enderezar a su hijo Isaías.
Aquella misma mañana, se despertó antes de tiempo, se sentía algo inquieto. Había tenido un extraño sueño que decidió recordar con el fin de interpretar el mensaje que en él se ocultaba. Lo rememoró imagen por imagen. Sonrió y se dirigió rápido a la habitación de su hijo.

No lo pensó dos veces, llamó a su hijo y le hizo una clara sugerencia.

- Te propongo un reto, - sentenció, más serio que nunca.

- Te escucho, - le aseguró su hijo.

- Se trata de superar una jornada entera. Solo. Sin compañía alguna, ni alimento, únicamente con una reserva de agua. El reto se desarrollará en el centro del Gran Lago que se encuentra en las entrañas del Bosque Verde. Hijo, conozco tu valía y tu fuerza, quiero que sepas que tu abuelo me sometió a esta dura prueba, al igual que lo hiciera su padre y así hasta incontables generaciones - mintió con el fin de impresionar a su hijo -. Todos y cada uno de nosotros hasta la fecha, hemos regresado inmensamente gratificados por la experiencia. Eres ya un hombre y en consecuencia ha llegado tu momento.
Isaías quedó perplejo por unos momentos, fue una gran sorpresa para él aquello que su padre le proponía, debía existir algún interés. Pensó en descubrirlo, no tenía ninguna intención de satisfacer los caprichos de su padre, su propuesta parecía una estupidez. Juan, advirtió al instante el efecto que la proposición había causado, sin darle tiempo a hablar, le insistió sabiamente con un argumento contundente.

- Olvidé decirte que la recompensa por superar la prueba es más que apetitosa, - dejó en suspenso la especificación de la gratificación a la espera de saber si aquello había despertado el interés en su terco hijo. Lo conocía demasiado bien y estaba convencido de que a Isaías solamente le motivaría el interés material.

- Padre, no entiendo muy bien lo que has querido decir con eso de la recompensa. Creí que se trataba de una absurda prueba para demostrar que soy digno hijo de ti. ¿Podrías aclararme en qué consiste esa compensación…? – preguntó, sin poder disimular su repentino interés.

- Es muy sencillo, tu cumples con tu parte del trato y a tu regreso te esperaré con un saco de cincuenta monedas de oro. – Se mantuvo expectante. Isaías no pudo amagar la transformación que se producía en su faz tras saber que todo aquello tenía forma de dinero.
Aquella parte de la propuesta era sin duda la más interesante, aquello lo cambiaba todo. Quizás no fuese tan estúpido pasarse un día entero sobre una barca, se tumbaría a dormir y esperaría a que pasaran las horas hasta el momento de regresar. Semejante estupidez no parecía en ningún caso una hazaña, pero si su padre, así como sus ascendientes, se empecinaban en creer que aquello era merecedor de una recompensa, mejor para él, no iba a estas alturas a cambiar las reglas de sus antepasados, aunque estuviera convencido de que eran unos auténticos estúpidos. Se trataba de un negocio redondo. Cincuenta monedas de oro por un paseo, no estaba mal. Hizo ver que se lo pensaba. Observó a su padre de reojo, se mostraba serio, más que de costumbre. Por un momento estuvo a punto a acceder sin más, pero algo le dijo que no se precipitase, fue sin duda la voz de su codicia la que habló en aquel momento.

- Está bien, sólo iré a cambio de cien monedas, - sentenció, sin dejar de pestañear un segundo.

- De acuerdo, - aceptó Juan para sorpresa de su hijo – pero en ese caso restaré una moneda de oro por cada jornada completa que te retrases.
Isaías rió de buena gana, si quisiera podría regresar en tan sólo unas horas. ¿Qué podría impedirle retrasarse una jornada? Se estrecharon la mano como símbolo del pacto que acababan de sellar.

- Vamos, te acompañaré hasta el muelle y te daré las últimas instrucciones. Será ésta una jornada memorable. – Juan, intentaba ocultar la preocupación que aquello le provocaba, pero debía mostrarse fuerte, era el único camino que podría sacar a su hijo de la infamia en la que vivía.

Se encaminaron por el sendero que conducía hasta el embarcadero. Por el camino Juan expuso a su hijo las condiciones inapelables que suponía la aceptación del trato. Dispondría de dos remos, un recipiente repleto de agua y un panecillo, su única indumentaria serían un pantalón y un sombrero de paja para resguardarse del sol.
Alcanzaron el muelle, Isaías subió a la barca no sin antes haberse desprendido de todo lo que llevaba para quedarse únicamente con los pantalones, lanzó el sombrero al interior de la barca. Entonces se dio cuenta de que en un rincón ya estaba preparado el recipiente con el agua, su padre debió estar muy seguro de que aceptaría. Una vez dentro de la embarcación, Juan le alargó un apetitoso panecillo recién horneado que acababa de preparar Esther con toda la congoja que una madre podría padecer en aquellos momentos. Aunque la propuesta de Juan parecía tener sentido, no dejaba en temer por la suerte de su hijo, al que adoraba con todos sus defectos.

Isaías se despidió de su padre con su peculiar bravuconería, actitud que lo convertía en un auténtico pedante de soberbia enfermiza. El único sentimiento que provocaba aquella actitud, era verdadera compasión. Juan, haciendo justicia a su interior, le deseó toda la suerte del mundo. Reiteró que lo esperaría en aquel mismo lugar al día siguiente a la misma hora, y así todos los días hasta su regreso.

- No te olvides de traer contigo la saca de monedas, que sean cien, tal y como hemos quedado, pienso contarlas una a una. – le exigió arrogante -.

Juan soltó el amarre al tiempo que Isaías se ayudó de uno de los remos para darse el impulso necesario, para alejar la barca de la orilla. Sin más, partió decidido a cumplir su trato, adentrándose en las entrañas del Gran Lago.

Amanecía. Se podía apreciar como el sol asomaba por el horizonte, dando la sensación de que su parte inferior permanecía sumergida en el agua. Los tenues rayos fregaban la superficie balanceándose entre las sutiles olas que el remar de Isaías provocaba. Juan observaba el paisaje desde la orilla, con un aire de pesadumbre, no por temor a lo que le pudiera ocurrir a su hijo, sabía que estaría arropado en todo momento. Su pesadumbre se debía al haber tenido que recurrir a ese método para encauzarle. Podría parecer cruel, pero en el fondo sabía que era la única manera de salvar a Isaías de las garras que lo mantenían preso en la maldad.
Dio media vuelta poco después de perder de vista la silueta de la barca y del barquero. Regresaría a casa y esperaría hasta la madrugada del día siguiente. Evidentemente, no disponía de tal saca de oro, ni mucho menos con cien monedas. Aquello no le preocupaba, pues cuando regresara al día siguiente, no la iba a precisar, aunque, por supuesto, eso su hijo no lo sabía.
Su esposa no tenía ninguna sospecha de lo que estaba ocurriendo. Era mejor así.




De nuevo en el Lago…
Cesó de gritar al parecerle escuchar una voz lejana que le saludaba con demasiada insistencia. Quien podría ser, si en aquel lugar perdido y alejado de tierra firme nada ni nadie podría permanecer sin ser advertido.

- Ayudarme, quien sea, que se lance al agua y me saque de aquí de inmediato – exigió, pedante.

- ¿Quién eres…? ¿Qué haces en esta zona…? No deberías haber llegado hasta aquí. – Contestó el viejo duende – Regresa a tu casa. Vete, no eres bienvenido.

- No me iré. He perdido mis remos. No me quedan fuerzas. Se ha agotado la reserva de agua. Ven a buscarme y dame tu comida.

- ¿Estás de broma, no? Veo que estoy perdiendo el tiempo contigo. Ahora voy a marcharme, te doy mi último consejo, márchate antes de que anochezca, en caso contrario nadie responderá de lo que pueda ocurrirte. Buen viaje – concluyó el duende, comenzando a descender por el tejo.

- Ehhhhh! – gritó – no te vayas, no me dejes aquí, vuelve. Ehhhh! Te habló a ti. ¿Acaso no piensas compadecerte de un joven ignorante e inexperto como yo…? Eres un desalmado. Vuelve. Explícame como alcanzar la orilla, después ya me espabilaré solo. Te compensaré. – Isaías, utilizó el mismo tono arrogante que le caracterizaba, como si fuese aquella la manera de ser atendido.

Eriofont, contaba ya demasiados siglos de experiencia como para dejarse engatusar por aquel mendrugo. Por un momento pensó en si sería aquel un enviado que debiera pasar la prueba del Gran Lago. Todo encajaba, el desesperado barquero había mencionado una reserva de agua y la pérdida de sus remos. En ese caso, no podía dejarlo, debía velar por su supervivencia, debía mostrarle la grandeza de las aguas que lo transportaban. Su sabor dulce. Para ello debería conocer la amargura, la acidez y la salobridad de la que era la mayor fuente de vida. Las aguas del Gran Lago.
La soberbia del enviado y sus bruscas demandas, confirmaban aquel presagio. Descendió hasta tocar tierra firme. Se dirigió rápido a la orilla y retomó la conversación con el joven recién llegado.

- Eh! amigo, ¿estás bien? Voy a escucharte. Tengo que saber algo. Dime ¿cómo has llegado hasta aquí? ¿Quién te prestó su barca y te indicó el camino?

- No me vengas con tonterías, que más da... Échame una cuerda y sujétala a un árbol, yo mismo me arrastraré hasta la orilla. Ya está bien de cháchara. No tengo ni idea de donde estás, no puedo verte. Haz el favor de salir que te conozca. Tu voz suena algo femenina. Espero que no seas uno de esos afeminados, famélicos, sin una pizca de fuerza. La vamos a necesitar. – Se escucharon unas fuertes carcajadas que hicieron eco y que sirvieron para alertar a otros seres del bosque que desde hacía rato presenciaban atónitos la conversación.

- Está bien, seré franco contigo, no quiero engañarte, pero lo cierto es que no dispongo de cuerda ni de nada parecido, deberás lanzarte al agua y nadar hasta la orilla, es lo único que te puedo decir – confesó.

- Estás loco o qué. No sé nadar, no pienso lanzarme al agua. Eres un estúpido. Ves al primer establecimiento del pueblo y compra una cuerda. Ves ahora mismo. Más te vale que me hagas caso. Te arrepentirás si no lo haces. Ves, rápido, - ordenó – ya no aguanto mucho más aquí encima, temo tambalearme y caer. Ayúdame de una vez – concluyó gritando desesperado.

Eriofont, se compadeció de aquel imberbe, pedante y mal educado. Era una lástima que su actitud fuera aquella. Como explicarle al joven que solamente con fe en no ahogarse podría cruzar el tramo que le separaba de la orilla. Oteó para observar con detenimiento al muchacho. Era un buen mozo, alto, fuerte y atractivo, una lástima que esa misma hermosura solamente fuera superficial. Podía intentar persuadirle, convencerle de que lo único que lo hundiría en las agua sería su actitud ante el problema. Sus temores eran fundados, aquel iba a ser un caso duro, no quedaba más remedio que ser aparentemente cruel para descubrir lo que se escondía tras aquel porte atlético.

- Dime tu nombre, muchacho.

- Soy Isaías, hijo de Juan y de Esther. No me vengas con interrogatorios. Veo que no me has obedecido. No quiero tener que repetírtelo. Sácame de aquí de una vez. - Cada minuto que pasaba, la voz de Isaías sonaba más atormentada. Un deje de amargura pudo dilucidarse entre la bravura de sus palabras. Finalmente dijo: Está bien, si lo que quieres es dinero, te ofrezco tres monedas de oro, ni una más.

- A ver Isaías, hijo de Juan y de Esther, en este Bosque no hay ni cuerdas ni nada que se le parezca. Aquí habitamos únicamente los espíritus de la Naturaleza, no tenemos negocios, ni compramos o vendemos, por lo que tampoco necesitamos dinero, puedes guardarte tus tres monedas de oro y todas las que tienes pensado robar a tu padre por el simple hecho de querer ayudarte. Mi opinión es que eres un desaprensivo, codicioso y egoísta.
Te lo repetiré una única vez. Solamente podrás alcanzar la orilla si saltas al agua y nadas hasta tierra firme. Tienes mi palabra y todas las garantías de que nada te ocurrirá, no es preciso que sepas nadar, mis amigos y yo mismo acudiremos en tu ayuda. Recuerda, estas son aguas dulces y pacíficas, nada puede ocurrirte.

Por un momento parecía que Isaías había escuchado las sabias palabras del viejo Eriofont, pues un silencio sepulcral invadió el aire, aunque pronto fue roto por nuevas exigencias y provocativos comentarios.

- Cómo quieres que confíe en ti, si ni tan siquiera puedo verte. Me tomas por un ignorante… No nos conocemos de nada y te atreves a insultarme duramente. Nunca tuve intención de robar a mi padre, lo que hicimos fue cerrar un trato – le advirtió.

- Puedes llamarlo como quieras, yo le llamo robo, hurto, usurpación… Ahora tengo que dejarte, tienes todo el tiempo que necesites para pensártelo. Mi nombre es Eriofont, solamente tienes que nombrarme y acudiré a ti. Espero que tomes una sabia decisión. Tu cuerpo no puede aguantar demasiado tiempo sin alimento ni bebida, tu piel se cuarteará por la incidencia del sol y la falta de hidratación. No te espera un futuro atrayente en caso de no creer en nosotros. Esto lo puedes solucionar cogiendo alimento de las entrañas del Lago, en él viven peces de todas las especies conocidas, crustáceos y algas. Sus aguas son potables, puedes beber cuanto quieras, pero para ello debes creer lo que te digo. Eso es todo. Hasta pronto Isaías, hijo de Juan y de Esther.

Tan pronto como el viejo duende concluyó su parlamento, Isaías se irguió sobre la tambaleante barcaza con a intención de localizar a su interlocutor. Creyó estar tan alejado de la orilla que le fue imposible distinguir nada ni nadie. Aquello le desmoralizó. Debía ser astuto, debía ser más listo que aquel sabiondo que pretendía engatusarle con absurdos argumentos. Quizás fuera un loco hambriento que pretendiera darse un festín a su costa. La cruda realidad era que estaba preso sobre aquellas cuatro maderas que le ayudaban a flotar sobre unas aguas sucias, turbulentas y pestilentes. No entendía como le quería hacer creer que las aguas del Gran Lago eran dulces y pacíficas. Eso le pareció al partir del muelle, pero tan pronto avanzó unos metros, cambió el aspecto del paisaje, apareció un violento oleaje que incluso le causó mareo, para acto seguido arrancar de sus manos bruscamente sendos remos. Después se sintió arrastrado por una corriente que lo abandonó en el centro mismo del lago. No tenía forma de salir de allí. Solamente le quedaba ganarse la confianza del tal Eriofont. Le haría creer que estaba interesado en sus consejos, le diría tantas veces como fueran necesarias, lo sabio y elocuente que era. Intentaría convencerle de lo rico que sería si aceptaba su dinero. Puede que aumentara en algunas monedas la oferta, no más de diez, por supuesto, con las noventa restantes aún podría subsistir unos años sin trabajar. Quizás así, el viejo se aviniera a obedecerle. Notó de repente el ruido de sus tripas.
Pasaban las horas y aquel estúpido no aparecía para sacarlo de allí. El pánico se empezó a apoderar de él. No por el hecho de la soledad, sino por lo que presentía que le esperaba en la noche que se avecinaba. Si la jornada había sido tan dura, como iba a sobrevivir hasta el amanecer. Lo dudó seriamente. Estaba demasiado agitado para pensar con coherencia. Intentó pensar, debía estudiar un plan. Volvería a llamar a aquel viejo, Eriofont, creyó recordar.
Comenzaba a hacer frío, el sol había caído ya y la espesura del Bosque que rodeaba el lago provocaba un ambiente sombrío y húmedo en exceso. Por fin se decidió a llamar a Eriofont.

- Por favor, dime que debo hacer, dime como salir de aquí – rogó.

- Ya te lo dije, salta y ven nadando, después te daré de comer, cobijo y calor, mañana podrás regresar tranquilamente a casa – sentenció.

- Estas loco, no puedo hacerlo, me hundiré, esta agua está podrida, huele mal, me da asco.

- Lo siento, Isaías, no puedo hacer nada más por ti. Debes resolverlo tu solo.

El joven desesperado por la impotencia que le causaba la situación, empezó a despotricar contra el viejo duende, blasfemando y amenazando su persona y su familia. Se fijó en que contra más crueles eran sus sentimientos y sus palabras, más bravura presentaban las aguas, más hedor y más asco producían. Llegó a tal extremo su desfachatez insultante e hiriente que de repente, centenares, quizás miles de pequeños seres alados emergieron del agua, rodeándole como una manada de moscas rodea algo que les atrae. Comenzó a hacer aspavientos para deshacerse de aquellos desaprensivos seres que le molestaban. Sus improperios alcanzaron cotas inimaginables.
Eriofont se mantenía atento, hacía mucho que no presenciaba algo semejante. Debería someter a Isaías al tercer grado, el más duro y cruel, pero quizás la única manera de obligarlo a reaccionar.
Al tiempo que la furia y la fiereza del chico aumentaba, nuevos seres esta vez de mayor tamaño y peores instintos aparecieron ante sus ojos. Eran similares en volumen a un hipopótamo, pero tenían la piel rugosa y viscosa, como si fueran reptiles, de color oscuro, enfermizo, con cabeza pequeña coronada con un ojo central que acechaba cada movimiento del muchacho. Quedó petrificado. Miró a derecha e izquierda, estaba rodeado. Fue a articular una palabra cuando se abalanzaron sobre él, todos a un tiempo. Sintió como le quemaba la garganta, algo que no le permitió gritar para pedir auxilio. Aquellos terribles monstruos se lo comerían, parecían hambrientos. Notó los zarpazos que le arañaban su piel desnuda, le pareció que chorreaba sangre, entonces aún si cabe, se asustó más. Recordó que la sangre atrae a las fieras. Intentó gritar de nuevo, para su sorpresa no tenía voz, de su garganta no salía sonido alguno. Su cuerpo temblaba por el miedo, esta vez más que nunca. Luchó con todas sus fuerzas por deshacerse de aquellas bestias inmundas, mientras se preguntaba donde estaría Eriofont, porque le había abandonado a su suerte. Se preguntó qué clase de persona era, que dejaba solo a un pobre chico. Maldijo su nombre una y mil veces. En ese momento no sólo notó las garras, ahora notaba también sus dientes. No podía ser, iba a morir de forma estúpida por culpa de su padre y de todos sus antepasados. Maldijo el nombre de todos ellos, nombrándolos para sus adentros uno a uno. Después creyó perder el sentido, aquellos monstruos eran más fuertes que él.

Eriofont, desde la orilla observaba con detenimiento al muchacho luchar contra el mismo aire, contra la suave brisa del mediodía como si de ella se desprendiera algo terrible. Luchaba con todas sus fuerzas contra sus propios fantasmas, aquellos que solamente existían en su mente perversa. Monstruos y fieras que sólo Isaías podía ver, pues eran producto de su interior. Esperaba y deseaba que saliera vencedor de su propio combate.
Pasaron horas antes de que viera como Isaías dejaba de luchar, como se estaba dejando vencer poco a poco, pero esta vez no por sus fantasmas.

Isaías comenzó a reaccionar. Se percató de que contra más se enfurecía, consecuentemente, más se enfurecían esas fieras con él. Lo comprobó. Si él se tranquilizaba, las fieras se apartaban. Si insistía, ellas también lo hacían. Eran como un reflejo de su persona, de sus emociones y sentimientos. Aquello lo dejó trastornado. Podía dejar de luchar. Si él conseguía calmarse, ellas se calmarían. Era magnífico. Lo repitió una y otra vez, para asegurarse de lo que estaba experimentando. Quedó exhausto tumbado sobre la superficie de la barca estropeada por los golpes durante el combate. Todavía podía ver sus fauces, pero ahora se mantenían a unos metros de donde se hallaba. Quedó en éxtasis, pensativo, dándole vueltas a la situación. Su corazón captó la templanza, en ese preciso instante, aquellos símiles a feroces hipopótamos desaparecieron, como si se los hubieran tragado las aguas. Sonrió, se sintió feliz. Algo le provocó una leve emoción, era sincera, era gratitud hacia su persona, hacia su fortaleza. De repente le vino al pensamiento su padre. Se preguntó el motivo de aquella prueba. Algo le removió momentáneamente el estómago. Duró unos segundos, los suficientes para volver a notar el hedor putrefacto que emanaba del agua. Recordó a su madre, supo ver su belleza, su preocupación por él y su dedicación. Algo le llamó la atención en aquel momento. Se incorporó. Quedó estupefacto. Al sentir un haz de gratitud por su madre le pareció ver la transformación que se producía en el Gran Lago, pudo apreciar durante unos segundos, sus dulces aguas transparente e impolutas, tranquilas. Incluso pudo ver decenas de peces de colores, crustáceos y hasta un jardín acuático. Cerró los ojos, parecía que había sido un espejismo, pues al olvidar aquella emoción, regresó de nuevo el hedor y un dolor profundo lo abatió de nuevo.

Eriofont, sonreía satisfecho, había llegado el mejor momento de la jornada, la culminación de la prueba a la que se había sometido Isaías. El tener que descubrirse a sí mismo.
Algunos de sus compañeros, que todavía observaban el proceso, se divertían a lo grande cada vez que llegaba un enviado. Les gustaba jugar a proyectarse en forma de miedo, temor y maldad, en terribles seres que ni siquiera existían. Disfrutaban comprobando la imaginación de la mente humana, que parecía no tener límites. Mentes incapaces de ver lo que realmente eran, pequeños seres avispados de la naturaleza, visibles solamente a aquellos que saben observar la verdadera esencia.



Años después…
El día se presentaba soleado y tranquilo, se sentía agotado pero también relajado y agradecido, dejó que la suavidad de la luz solar surcara su piel algo envejecida por el trabajo. Su pequeña barca flotaba sobre las pacíficas aguas del inmenso lago, la misma que hacía años había usado su abuelo. Pensó en cuantas horas de trabajo debía haber soportado aquel viejo trasto medio destartalado, corroído por el trajín y la humedad. Estaba convencido de que aquella, su barca, ahora, había sido testigo de infinidad de anécdotas y sucesos, tal y como primero su abuelo y después su padre le habían narrado desde la infancia. Respiró ufano no sin antes pensar en tomar un bocado. Sacó su cesta de paja, la que cuidadosamente su madre un día le regalara y extrajo las viandas que su esposa Ruth había dispuesto para aquella jornada. Todo estaba exquisito, se sintió pleno y al tiempo exhausto.

Revisó la red, mientras navegaba ayudado por el fluir de las aguas, usando también los remos de antigua madera. Todo estaba en absoluta calma. Era usual encontrarse con un día tan relajante, donde el único movimiento apreciable era el ligero vaivén que la brisa provocaba en la embarcación. Apretaba el sol, después de la comida, apetecía completar la tarde con una buena siesta. Aseguró los amarres de la red, recogió remos y se acomodó en la base de la barcaza utilizando una manta a modo de cojín después que hubo apartado los enseres que le estorbaban.

Sonrió satisfecho, aquel estaba siendo un día memorable, se sentía feliz. El indefinible paisaje, le transmitía serenidad y armonía, algo que anhelaba. Comenzó a pensar en que nunca hubiera podido ser otra cosa que no fuese pescador. No se imaginaba en un comercio, conduciendo un camión, ni siquiera haciendo las tareas del campo. Le resultaba imposible pensar que algún día tuviera que marchar y cambiar su vida, en aquel lugar tenía echadas sus raíces. Su apreciada mujer, a quien amaba con locura, le apoyaba en continuar con el estilo de vida que habían escogido en consenso. Cada día quedaban menos vecinos con los que reunirse, la gente huía a la ciudad como presos por una atracción irresistible que ellos no entendían. No tenía nada claro que existiesen tantas posibilidades en la urbe como se decía. Con un poco de suerte su hijo pequeño seguiría sus pasos, era el único que denotaba algún interés por imitarle.

Con un deje de añoranza y de nostalgia a un tiempo, recordó la época en que su padre Juan, un hombre tozudo donde los haya, le propuso una dura prueba. Algo que provocó un drástico cambio en su vida. Rememoró, la mágica experiencia que le enseñó a captar la belleza en las cosas más ínfimas y le mostró la sabiduría del ser humano. Había estimado tanto a su padre, que cuando lo evocaba, podía notar su presencia. Casi podía hablar con él, pues en algunas ocasiones creyó escucharle. Todos los días del resto de su vida, supo pedirle perdón y también gratitud, al pequeño y sabio Eriofont, pues ambos creyeron en su ser interior.