Cerré los ojos, no me lo podía creer, era un tren. Escuché a la perfección un tren en la lejanía que se acercaba a paso preciso. Disponía de todo el tiempo del mundo. Esperaría a que hiciera aparición por las vías que cruzaban el sendero del Bosque. Mi corazón sintió un atisbo de desesperación, pero fui ágil para frenarlo, no quedaba lugar para las prisas, todo iba según lo establecido. Acerté a recordar a duras penas lo que me había llevado hasta allí. Tuve que remontarme para ello a épocas recónditas en mi memoria. No tenía capacidad para medir en el tiempo, tan lejano pasado. Huía, como a menudo hacía de una situación desesperante. De nada ni de nadie obtenía consuelo que me permitiera tornar a la realidad. Disfrutar de unos instantes de felicidad absoluta era mi única meta. Las tormentosas noches de los abismos iban a quedar para siempre en el olvido, pero para ello debía revivirlas de nuevo. Me mantuve con los ojos cerrados, sentada sobre el frágil cojín de hojas secas en el que había pasado la noche. Aún podía notar la humedad en los huesos, hasta el encrespamiento de mi cabello. Escuché como las gotas del rocío de la mañana resbalaban por la densa vegetación. Era agradable notar el frescor matinal. Respiré hondo, me llené de todo el aire limpio y purificado del lugar, al que nunca llegaría contaminación alguna, pues sólo era comparable a un anhelado paraíso. Mantuve la espalda erecta con el fin de dejar circular la energía interior sin dificultades. Como siempre me ocurría en estos trances, percibí en unos instantes la luz del tercer ojo, su color violeta, púrpura, fluctuaba incesante a un ritmo idéntico. Era magnífico poder apreciar esa energía, hacía años que me ocurría. Tenía tanta práctica que a menudo me dejaba llevar o conducir por ella y acababa en lugares insospechados. Pero nunca supe como conseguí alcanzar el Bosque. Había oído hablar de él. Soy algo incrédula por naturaleza. No reparé en la realidad hasta que pude constatarlo con mis propios ojos.
Escuché el débil crepitar de las hojas secas. Alguien se acercaba. Di un respingo.
¿Quién podía haber por aquellos lugares sino algún animalillo agazapado? – me pregunté.
Decidí volver a introducirme en mis pensamientos y obviar aquel débil sonido que había osado perturbar mi silencio. Me centré en la energía violeta, era increíble. Fluctuaba. Me noté al mismo tiempo fluctuar. Mi propia energía y la violeta se fusionaron en una. Fue entonces cuando percibí seriamente la vibración. No supe entender lo que me ocurría. Mi cuerpo vibraba, era una sensación difícil de explicar, más, cuando ésta aumentaba por momentos. Me asusté. Abrí los ojos y entonces lo vi.
Había escuchado hablar de ellos en cuentos infantiles que amenizaban a los más pequeños con algarabías y chirigotas. Su aspecto era divertido, su nariz respingona, su boca pequeña, larguirucho y desgarbado. Sonreí para mis adentros al descubrir sus grandes orejas acabadas en punta, sobresaliendo entre las alas de su sombrero verde. Parecía desproporcionado, sus brazos demasiado escuálidos y largos para su torso más bien corto, casi sin cuello. Tampoco hacían justicia aquellos pies descalzos, grandes en demasía para su baja estatura, pues no debía alzar más de cuatro pulgadas. Me llamaron la atención aquellos rizos oscuros caer sobre sus hombros. A pesar de la abundante cabellera y del alado sombrero, era imposible ocultar semejantes apéndices auditivos. Quizás eran sus orejas lo más singular.
Estaba equivocada, lo singular era su piel. Me costó bastante apreciar como ésta era capaz de camuflarse entre la tonalidad de la vegetación de aquel mágico Bosque, tal y como lo hacían algunos reptiles, en cambio su piel tenía aspecto humano o semihumano o ves a saber... No supe que pensar.
Me acechaba justo tras un tronco caído del castaño que se erguía inflexible a sus espaldas y que le servía de protección. Por un instante pensé que se trataba de una visión. Parpadeé varias veces. Era inútil, él seguía allí, mirándome fijamente. Era curioso que ni él ni yo nos atreviéramos a pronunciar palabra. No sabría decir quien estaba más asustado. Pensé en acercarme, pero si lo hacía, podría provocar su huída. Debía verme como un gigante. Aunque para un gigante, aquel pequeño ser debía ser muy escurridizo. Disponía de centenares de escondrijos donde amagarse sin que pudiera cogérsele. Me detuve entonces a pensar sobre la relatividad del tamaño y de las proporciones.
Fue una intuición o una rápida percepción de lo que estaba a punto de ocurrir lo que me hizo abalanzarme para coger con mis manos el erizo de castaño, que casi se estrella en todo su cráneo, como si de una terrible pedrada se tratase. A duras penas escuché el grito de terror que emitió el pequeño ser, que sin más desapareció de mi vista. Sin tiempo siquiera para despedirnos de tan corto encuentro. Me supo mal su marcha. Parecía simpático, seguro que encantador, lo vi en sus ojos. Regresé a mi asiento de hojas. Vi filtrarse los rayos de sol entre el denso ramaje de los árboles. Aquella súbita calidez me reconfortó la soledad. Rompí el erizo y extraje la castaña que retenía en su interior. Hambrienta me la comí. Aquello abrió mi apetito. Mediante una larga vara, bateé las ramas hasta que conseguí hacer caer unos cuantos erizos más. Sabían sensacional.
Después del ligero ágape, recordé al pequeño ser del Bosque. Era una pena no haberlo conocido en profundidad. Me detuve a pensar en lo extraño de todo aquello. ¿Cómo había logrado llegar hasta allí y cuál era el objetivo de aquel viaje?
Ahora puedo decir que lo sé. Han pasado cientos de años desde que llegué a este singular paraje, plagado de anécdotas, de experiencias y de sabiduría. He descubierto el motivo de mi viaje al mismo corazón del Bosque. He sabido que la única finalidad es poder narrar todos y cada uno de los episodios que se han protagonizado en sus entrañas.
Como actúa la magia del Bosque, el Bosque del Tránsito en el que se halla El Gran Lago, su centro vital, su corazón, su mente, su consciencia, todo su ser. El lugar en el que confluyen las fuerzas del universo, el centro vital de energía. Allí todo, absolutamente todo es posible.
Laudanos, mi fiel y viejo amigo, aquel pequeño ser, el grácil elfo que me ha hecho compañía todos y cada uno de los días que me han tocado vivir en este mundo, entre la magia de los sentimientos, del dolor y las emociones, a quien declaro mi Maestro, a quien nunca olvidaré aunque surque mi alma, profundas o adversas oscuridades, o por el contrario, decida volar por bellos y paradisíacos edenes, siempre permanecerá en mi mente, tan claro y elevado como el primer día, en el que me dio la oportunidad de salvarle de un golpe profundo con el erizo de castaña, con el único fin de reconocer importante mi destreza, aquella que nunca valoré. Laudanos me dice que también fue un placer conocerme.
Me pregunto el porqué de esta repentina despedida. Ahora lo entiendo. Miro hacia la izquierda, a lo lejos, al horizonte. Escucho a la perfección un débil silbido que se acerca a pasos agigantados. Veo su perfil, descubro su cercanía. Ya está aquí. Transcurre por la vía a una velocidad de vértigo. Descubro como es capaz de hacer reaccionar hasta las ramas rancias de los viejos y caducos árboles. Hacía milenios que no ocurría algo así en el lugar.
Miro la tierra firme ante mí. Dos raíles paralelos parece que vayan a cruzarse en el infinito. Cesa el silbido casi ahora insoportable que desprende la máquina. Se detiene. Frena repentinamente ante mí. Ha llegado el momento de partir. De emprender una nueva vida, de aprovechar el conocimiento que el Bosque del Tránsito me ha otorgado. Giro en redondo para despedirme de Laudanos.
¡Qué ilusa soy al creer que consentiría entero mi partida! Él también es frágil.
Subo el primer peldaño, le llamo. No contesta. Le cedo una parte de la alegría que me embarga, es de ley compartirla con él. El resto…, con la tristeza, nada se puede hacer. Subo el segundo y hasta el tercer peldaño, antes de penetrar en el nuevo vehículo que me transportará, ves a saber dónde. El lugar es lo de menos. Una parte de mí se queda grabada en las rocas, para siempre, para toda la eternidad. El vagón comienza a moverse. Vamos a partir. Distingo los rayos de luz atravesando el denso ramaje por el que nos abrimos paso. Cree que me ha engañado, que no lo he podido ver. Se equivoca. Lo he visto a la perfección. Estaba agazapado tras la milenaria encina. Ha descuidado quitarse el sombrero. Éste le ha delatado. Siempre me quedará la duda de si ha sido así o lo ha hecho expresamente. ¿Habrá querido que lo vea por última vez?
He tomado un cómodo asiento. Abro mi libreta y empiezo a escribir todo lo que he vivido en el Bosque. El Bosque del Tránsito…