Prólogo de MªCarmen Millán

Este libro lo componen una serie de relatos basados en unas bellísimas historias, que describen el gran viaje hacia el interior de uno mismo y también de su propio destino, una vez finaliza o no, la vida física. Y esto lo hace por unos lugares mágicos que nuestra propia mente creadora nos hace vivir.
Cada persona tiene su propio "bosque", creado a medida, según su forma de vida y pensamiento. En nuestras vidas cada ser humano pasa por unos procesos de muerte, de algunas partes que configuran su Ser. Tenemos la maravillosa posibilidad de construirnos constantemente destruyendo aquello que en ciertos momentos de la vida ya no nos es útil y así, eliminarlo, dejándolo morir para que en su lugar renazca la nueva parte de nosotros mismos que decidimos ser.
Esto no es fácil. Existen muchas resistencias para ello, pero es un poder que se nos ha otorgado para nuestra propia realización y evolución como individuos. Este proceso nos lleva a un lugar en el que tenemos que decidir como morir y como renacer, "nuestro propio bosque". Un lugar mágico donde nos hacemos conscientes de aquello que hemos sido y debemos dejar marchar.
El bosque nos otorga un emplazamiento en nuestra propia mente para conocernos y reconstruirnos. Lo mismo que ocurre con la muerte física, en la que también tenemos nuestro propio bosque de tránsito. Aquí nuestra mente crea esos espacios seguros para realizar ese tránsito de forma adecuada, a nuestras formas de pensamiento y a como nos hemos desarrollado como individuos en nuestra vida terrenal. La inmensa mayoría de las personas, debido a arquetipos religiosos, a quienes ha interesado crear y fomentar el miedo a la muerte, tiene serias dificultades para emprender este precioso viaje hacia el Ser en el instante de desencarnar. El campo mental crea su propia realidad, adaptada como una continuidad sin fin de la vida que hemos vivido.
Creemos que no sabemos que hay detrás de la muerte pero no es cierto, hemos muerto y nacido muchas veces en innumerables vidas, pero no lo recordamos, y aprovechanmos esta falta de memoria, por otra parte necesaria, las religiones y ciertos poderes nos han mostrado la muerte como un camino duro que en realidad nadie conoce. Sugestionándonos en la existencia de un cielo y un infierno que nos aguarda dependiendo de si hemos sido buenos o malos. Cuando en realidad, somos nosotros mismos quienes creamos nuestro propio cielo o infierno interior.
La mágica realidad es, que siempre nos esperará un cielo hermoso, en el que podremos conocer todo lo grande y pequeño que somos realmente. Es el fantástico lugar donde nos hacemos conscientes de nosotros mismos, de lo que somos y de cómo somos. Según como hayan sido nuestros pensamientos, palabras, obras y omisiones, así renaceremos. Es lo que se denomina autoconsciencia.
En ese proceso de reconstrucción no estamos nunca solos, siempre nos hallaremos rodeados de luz y de seres maravillosos dispuestos a ayudarnos a equilibrar nuestro camino.
Y así, volceremos a nacer, con el encargo de mejorar y aprender aquello que en su momento fue un error de aprendizaje. La muerte nos permite reinventarnos de nuevo, para avanzar y estar cada vez más cerca de aquello que realmente somos, no del personaje que creemos ser.
Todas las muertes son una oportunidad para volver a empezar, no un final. En nuestras vidas morimos constantemente avanzando por nuestras etapas. Muere la infancia para dejar pasar a la adolescencia, muere la adolescencia para dejar pasar a la madurez y cuando llegamos a la vejez nos damos cuenta de que quizás nos gustaría tener una segunda oportunidad. No tenemos una segunda, sino muchísimas oportunidades para empezar de nuevo en este precioso y gran viaje que es la vida, en el cual todos estamos como Ulises, intentando volver a Ítaca, de donde venimos.
Nos cuesta deshacernos de actitudes en nosotros mismos, esto nos conduce a vernos en medio de un bosque donde existe un lago y nos vemos con una barca en medio de ese lago, sin poder alcanzar la orilla, asustados por nuestros imaginarios fantasmas. Creemos que tenemos que luchar contra el lago, cuando lo cierto es que sólo tenemos que dejarnos llevar por la corriente, ésta siempre nos llevará al lugar correcto. Aunque en ese momento, en el que estamos viviendo el acontecimiento no tengamos entendimiento del efecto desencadenante. Esa es la magia de la vida. Todo muere. Todo perece para dejar paso a lo nuevo. Ese paso es la consciencia, cuando nos hacemos conscientes de algo, en realidad lo anterior ya ha muerto.
Muere el día para que llegue la noche y muere la noche para que llegue el día. El ciclo de vida y muerte se repite constantemente en nuestras vidas y en todo lo que nos rodea, entonces ¿porque le tenemos miedo a algo tan natural...?
Estos fantásticos relatos nos dan claves para conocer mejor como es nuestro propio Bosque, nuestro Bosque del Tránsito.
La vida tiene un orden perfecto y esa perfección no podría existir sin la muerte. El resultado es la Transformación.

Miriam, del pequeño yo al Gran Yo


Caminaba cabizbaja, pensativa, las cosas no iban bien, quizás fuese ella quien tuviera la culpa. Pensó en lo mucho que le gustaría cambiar su forma de actuar, de un tiempo a esta parte notaba un cambio, más bien lo notaban aquellos que la rodeaban, pues ella, hacía ver que lo ignoraba. Recabando estos pensamientos, se dio cuenta de que lo que anhelaba era volver a la normalidad pero no sabía como conseguirlo. Aquel día se sentía especialmente mal. Tenía ganas de huir. De alejarse de todo y de todos. Demasiados problemas. Calzó sus zapatillas de deporte, se vistió con un equipo de paseo y se anudó la sudadera a la cintura. Era una mujer activa que, por lo menos tres veces por semana, corría cinco kilómetros. Ese día no tenía ningunas ganas de hacerlo, en cambio, recordó que era en esos momentos de soledad en el que sólo escuchaba el latido de su corazón, cuando percibía un ligero bienestar, que para su pesar, sólo duraba lo que duraba la breve salida. Vivía a las afueras de un viejo pueblo, con grandes extensiones de campos de cultivo y donde sus habitantes se ganaban la vida principalmente con la agricultura y el ganado. Para su desdicha, trabajaba en la ciudad, a la que tenía de llegar todos los días en su destartalado automóvil, mientras padecía los atascos matinales y vespertinos.

Se arriesgó a coger la carretera que conducía hasta un vecino pueblo apartado. Allí podría coger un camino que subía hasta la montaña. Algunas veces lo había hecho, pero se trataba de un largo trayecto. Aún reconociendo su falta de ánimo, pensó que aislarse durante unas horas la reconfortaría. Comenzó la carrera despacio, haciendo el calentamiento que precisaban sus músculos, mientras la angustia se apoderaba lentamente de su alma.

Siempre había sido una persona agradecida, alegre y optimista, sin embargo, últimamente, sus emociones giraban constantemente en torno a las dificultades que le ponía la vida. Se sentía una desgraciada. Era tanta la presión a la que estaba sometida que su capacidad comenzaba a ceder, así como, su paciencia y su equilibrio, características que se estaban agotando a un ritmo más alto de lo que desearía. Dejó el camino que le quedaba a la derecha y decidió seguir montaña arriba, le sobraban fuerzas. Era, con toda seguridad esa ira interior la que le imprimía coraje. Vitalidad que emanaba con rabia, con tanta, que sus blancas zapatillas deportivas quedaban dibujadas en la tierra. Tenía ganas de desahogarse, de quemar energías, de llorar y de gritar. Si las fuerzas se lo permitían, quizás alcanzase una inmensa explanada que se abría en medio de la montaña a un par de kilómetros. Estaba dispuesta a intentarlo. La tranquilidad que impregnaba el lugar era digna de ser disfrutada. Allí no sentía el agobio que le proporcionaban los problemas que albergaba su vida y de los que no tenía modo de desprenderse.

Se encontraba ya bastante alejada, metida de pleno en la profundidad de aquel mágico lugar de densa vegetación, plagado de árboles y arbustos, ramas caídas y hojas secas que crujían al ser pisadas, emitiendo un agradable sonido, sumamente débil, pero suficiente para sentirse acompañada. Se le acumulaban sentimientos y emociones. Le alcanzaron las dudas y una preocupación exacerbada sobre su futuro. Sintió un indefinible agobio que le provocó la necesidad de desahogarse llorando. Permaneció sumergida en su llanto horas y horas. Lloró tanto que casi perdió el sentido.
De repente, percibió unas frías gotas en la parte más alta de su cabeza. Levantó la vista al cielo, como pudo, mirando a través del ramaje, distinguió unas apretadas nubes que amenazaban lluvia. Sólo faltaba eso - pensó. No tenía donde refugiarse, no llevaba impermeable, ni capucha en su sudadera. El agua comenzó a caer en segundos, con suma violencia. Tenía suerte de la espesura de los árboles, pues eran sus pobladas ramas las únicas que le ofrecían cobijo, algo, de todos modos, que no impidió que su ropa se calara. Tuvo que tomar la decisión de refugiarse en alguna oquedad de la montaña a esperar a que el cielo se abriese. Utilizó un tronco tumbado, viejo y medio podrido para tomar asiento que casualmente restaba bajo una especie de cobertizo natural. Esperaría allí.

Pasó largo rato antes de que la lluvia cesara. El suelo se había impregnado tanto que pequeños charcos alimentaban un peligroso barrizal que dificultaría la marcha. De repente sintió un pánico terrible a estar perdida. La rápida oscuridad provocada por el temporal, no parecía que fuera a diluirse en breve, pasarían aún algunas horas antes de que se despejara el cielo, para entonces ya sería de noche, lo que significaba que no dispondría de luz para tomar el camino de regreso, hasta la mañana siguiente. El simple hecho de imaginarse la crudeza de la situación, le hizo temblar de miedo.
Respiró e intentó serenarse.

Había amanecido ya. Debió quedarse dormida de agotamiento, no recordaba cuando sucumbió, pero fue un alivio, al menos durante el sueño su cabeza había dejado de dar vueltas y más vueltas buscando una salida a aquel imprevisto. Parecía que el día pudiera ser espléndido, le costó advertirlo mirando a través de las densas ramas que lo ocultaban, creyó ver todavía unas deshilachadas nubes que impedían aún que el sol brillara con toda su fuerza, entonces se dio cuenta de que estaba hambrienta. Hasta el momento en que sus tripas se quejaron, no había reparado en la necesidad de alimentarse. Razonó antes de dar por perdida la ingesta de algo que le calmase el estómago momentáneamente. Estaba en un Bosque, si buscaba con agudeza, seguro que podría encontrar alguna fruta silvestre. También tendría que ser precavida y no ingerir algo que pudiera resultar peligroso. Tenía conocimiento de que muchas de las bayas que se podían encontrar en los arbustos, eran venenosas, incluso, algunas, letales. Fue comedida en su frugal desayuno, no se atrevió a ingerir demasiado, por si acaso no le sentaba bien. Tuvo suerte al toparse con un frondoso madroño que la abasteció lo suficiente para calmar el hambre incipiente.
Su principal preocupación, en esos momentos, era regresar y recuperar la estabilidad perdida. No tenía idea de cómo saldría de allí. No soportaría estar sola y desamparada por mucho tiempo. Llegado a éste punto, decidió ponerse en marcha. La tormenta había borrado todo rastro de camino. Mirase donde mirase todo le parecía tener el mismo aspecto, un aspecto turbio, ajado, sin brillo. La totalidad del paisaje estaba plagado de desidia, se había esfumado el encanto, no existía el color. El gris lo impregnaba todo. No se lo podía creer.
Descubrió unos leves rayos que a duras penas se filtraban entre los obstáculos. Fue gratificante. Decidió coger la dirección del sol, caminaría hacía él.

Debía llevar varias horas caminando sin descansar. Algo desfallecida, se detuvo a buscar un lugar en el que resguardarse y tomar aliento. Buscó rápido con la mirada, hasta encontrar un precioso tronco en el que se sentó. Tardó algunos minutos en percatarse de que el lugar en el que se acababa de detener le era muy familiar. Escrutó el entorno asustada. No se lo podía creer, estaba en el mismo punto del que había partido. ¿Cómo era posible...? – se preguntó. No era capaz de encontrar la salida. Se cubrió el rostro con las manos, angustiada. El pánico a volver a extraviarse no la dejaba razonar. Se quedó allí, inmóvil, sin ánimos ni ganas de moverse. Pasaron, nuevamente varias horas, tantas como para que el anochecer volviera a adueñarse del día. Miriam, casi no podía creérselo, llevaba ya casi dos días, atrapada en el Bosque, sola, tan sola que podía escuchar sus intensos latidos y la amargura que la corroía. Tuvo fuerzas para rastrear el suelo, levantando con cuidado las hojas caídas. Una vez más, tuvo la suerte de encontrar alimento. A los pies de una gran encina, localizó un concurrido grupo de setas, sumamente apetitosas, las identificó. Gracias a Dios eran comestibles. Recogió un buen puñado y se entretuvo limpiándolas con esmero, retirando el fango que las cubría. Imaginó lo sabrosas que resultarían a la brasa, pero no tenía nada para encender fuego. Se las comió crudas. Los efectos del hambre debían ser incalculables, pues pese al amargor que dejaba cada bocado, las encontró riquísimas.

La débil luz del amanecer la envolvió sutilmente. Agradeció la calidez de los rayos, las primeras horas del alba eran las más duras, el frío la despertaba y no la dejaba volver a conciliar el sueño. Comenzó un nuevo día, sin demasiada esperanza. No iba errada, el pánico a aventurarse hacia lo desconocido no la dejaba actuar. Transcurrieron así algunos, días, semanas, quizás, incluso meses. Había perdido la noción del tiempo. Levaba tanto sumergida en aquel lugar, que se había convertido en su nuevo hogar. Era, únicamente la extrema soledad la que le atormentaba.

Con la vista fijada en el húmedo terreno, observó una hilera de afanosas hormigas dirigiéndose a su nido. Si aquellos diminutos seres eran capaces de encontrar el camino que los conducía a su casa, ella no tenía porqué no conseguirlo.
Una mañana de entre tantas, se dispuso a avanzar unos pasos, con la intención de buscar el alimento de la jornada, imitando así a las hormigas. Sin darse cuenta se había apartado más de lo acostumbrado de su desolado universo. Ocurrió casualmente. Su vista se alzó rápida al escuchar claramente un fuerte aletear de alas. Observó la dirección que tomaban un grupo de aves que surcaron el aire a pocos metros por encima de su cabeza. En cuanto fue consciente de su imprudencia, el pánico se apoderó de ella. Se preguntó si sería capaz de volver a su refugio antes de que la noche la alcanzara, aquel entorno era diferente, demasiado espacio abierto. Allí la luz penetraba con mucha más intensidad, pues los árboles estaban más dispersos y por tanto no había ramaje que impidiera el paso de los rayos del sol, lo agradeció, al menos sintió su dulce calidez mientras duró el paseo. Algo en su interior la animaba a que avanzase, a que siguiera por aquel camino. Algo le advertía, sincero, que no tuviera miedo a atravesar aquel campo abierto. En cambio, ella se sentía incapaz, quedaba demasiado a la vista de todo. Llevaba tanto tiempo sola y oculta en su mundo que no podía confiar en que le ocurriera nada bueno. Su destino estaba marcado por la desgracia y el fracaso, por la soledad y el desasosiego, sobre todo, por la cobardía. Era demasiado arriesgado seguir adelante.

Volvió atrás, era lo mejor, lo que consideró más idóneo. Regresó cabizbaja, mirando al suelo, ocultándole a su mirada todas las maravillas del cielo. Descansó y lloró para sus adentros, pues lágrimas ya no lo quedaban. Se regodeó en su voluntario encierro, sufriendo nuevos días y nuevas noches de amargura y absoluta soledad. Había pasado tanto tiempo encerrada en aquella pequeña zona oculta, que llegó a agotar el alimento. No quedaban frutos que llevarse a la boca, ni siquiera agua, algo tan esencial que de seguir así unos días más, el único desenlace posible quedaba evidente, hasta para sus entrecerrados ojos. Estaba acomodada en el especial y amagado catre que su Naturaleza le había ofrecido, hecho a base de hojas secas y pequeñas ramas. Su mente deliraba, su vida se agotaba por momentos. Era una agonía lenta, lenta y dolorosa. Se resecaron sus labios, una dura capa de tierra seca se pegó a sus párpados, se endureció su mirada, estaba cubierta de polvo, sucia y harapienta. Estaba acabada. Se dejó llevar por el sueño, deseó no despertar jamás. Se durmió y se abandonó por completo sin más deseo que el de lograr descansar para siempre...
Fue éste su último pensamiento.

Aquel amanecer, sin saber como sintió fuerzas para caminar. Se irguió como pudo y se puso en marcha, abrochando con fuerza sus roñosas zapatillas. Recordó el camino que la condujo hacía ya mucho a un amplio terreno abierto, lleno de luz. Fue hacia allí decidida, a paso extrañamente ligero debido a sus escasas fuerzas y delgadez. Adivinó intuitivamente cada atajo y cada viraje y en pocas horas se postró a las puertas de aquella inmensa extensión. Pensó que no podía dejarse vencer por la laxitud, que era decisivo seguir adelante. Esta vez no recordó el pánico. Una energía difícil de identificar era la encargada de aquel milagro.
De repente..., gritó. Fue un grito sencillo, suave, tímido... Acababa de descubrir algo nuevo. Pudo definir en el horizonte un inmenso e inacabable embalse de agua. Corrió desesperada en esa dirección. Casi no podía creérselo. Alcanzó en breve la orilla de un precioso lago, amplio y profundo, localizado en una de las zonas más paradisíacas del Universo. En un momento en el que miró hacia las aguas claras y limpias del lago, vio reflejado el que parecía su rostro. Se fijó con precisión, la imagen que devolvían las aguas era diferente a la suya. Se acercó más para distinguir con claridad a quien podía pertenecer aquella otra imagen, si en realidad, nadie la acompañaba. Quedó perpleja, era evidente que aquel rostro no era el suyo, que aquella mirada era de alguna otra mujer, que aquella triste mueca no podía provenir de su cara, pues ella no estaba haciendo ningún gesto.

Se incorporó asustada. ¿Cómo era aquello posible? Lavó a fondo su cara con el agua fresca. Se tocó la tez buscando algún indicio que le diera una pista. Su nariz, pequeña, bien formada, la notó tal cual era. Su boca, más bien grande, de labios finos, también estaba normal. Los pómulos, fuertes y marcados. Las cejas, negras, pobladas, delicadamente perfiladas. Los cabellos, sueltos, sinuosos, brillantes... Todo tenía el tacto y la forma de siempre, en cambio...

Se volvió a inclinar sobre las aguas. Se observó buscando los detalles que la hacían parecer diferente. No era una forma concreta, no era tampoco el tamaño, ni el color o el tono de la piel… Era algo mucho más profundo. Era, quizás, la expresión, la mirada, la semblanza,...

Quiso retar a la imagen, para lo cual dibujó con dificultad una espléndida sonrisa, pero la imagen no respondió, su expresión continuaba seria. Hizo ver que lloraba, a lo que la imagen se mantuvo impasible. Hizo un gesto sensual, la imagen como si nada, continuaba sin reflejar lo que ella quería exteriorizar. Sonrió, emitiendo una débil carcajada. Nada, solamente total pasividad. De repente, volviendo a la razón, le pareció ridículo estar jugando con su propia imagen, como si esperase de ella alguna cosa especial. Que absurdo, - pensó. Comenzó a dar vueltas arriba y abajo cerca de la orilla, cavilando sin parar y mirando de tanto en tanto de reojo, el desconocido rostro. Buscó razones, de esa guisa durante largos minutos, descartando aspectos y posibilidades, hasta que por fin dio con la respuesta.

Estaba claro, la diferencia estaba en su interior.

Quedó decepcionada consigo misma. ¿Cómo era posible que su cuerpo no estuviese conectado con su interior? ¿Cómo era posible que no estuviesen de acuerdo el uno con el otro? Le parecía imposible, pero era así, lo acababa de constatar. Lo peor, quizás era, saber el porqué su interior se mostrada tan extremadamente serio. Porqué aquellos ojos se mostraban terriblemente afectados por la angustia.

De golpe, notó como en las aguas que le hacían de espejo, comenzaban a formarse una serie de círculos concéntricos que deformaban la imagen. Se movían como cuando lanzas una piedra al agua. Lo curioso era que ella no había tirado ninguna piedra ni nada parecido, en cambio las aguas ondeaban sinuosamente. Las observó con detenimiento, las aguas no se detenían, no cesaban en formar ondulaciones, siempre conservando un constante ritmo. Estaba fijamente concentrada, cuando la imagen comenzó a hablar. Era una voz extraña, suave y delicada, como la voz de una preciosa ninfa. Dudó, había algo, de todos modos, que no entendía. Se detuvo perpleja, aquella voz no procedía de la imagen. Se cercioró, no era la imagen quien hablaba, aquella voz no era externa, no venía del exterior, por tanto, la voz era la de su interior, no cabían más posibilidades. Le hubiese gustado que en aquel momento alguien estuviese con ella para poder pedirle si también escuchaba la voz. Aunque sabía la respuesta. La voz hablaba desde su interior y solamente ella la podía escuchar, sólo ella. Era como si se hubiese metido en sus pensamientos. ¿Portaba una ninfa dentro…? – se interrogó. El serio rostro debía tener algo que decirle. Como era algo incrédula, antes de aceptar lo que estaba sucediéndole, decidió hacer sus pertinentes comprobaciones. Le dio la espalda a la imagen. Tal como intuía, pudo escuchar la voz a la perfección. La escuchó con serenidad, un rato, captó su lamento, algo que la entristeció súbitamente, su interior estaba dolido. Algo desconcertada, se dispuso a continuar caminando para comprobar si la voz continuaba con ella. Se retiró de la orilla del lago y se adentró en la montaña unos metros, apartando a su paso las ramas de los pequeños arbustos que le cortaban el paso. Efectivamente, la voz continuaba impertérrita, evocando su pertinaz súplica. Aquella fue la prueba tangible. Le pareció algo muy extraño, más bien alucinante.

Retomó la serenidad, no tenía motivos para mostrarse arisca, la voz era sumamente delicada, aunque siguiera sin entender como aquello era posible. Buscó un razonamiento, sin hallarlo, hasta que finalmente decidió detenerse a escuchar. Si esa voz había aparecido, algo debería querer decir, sino no tenía sentido nada de lo que estaba sucediéndole.
Estuvo atenta, prestando toda la atención, dejando abiertos sus sentidos. Fue de éste modo como supo que debía lanzarse a las aguas y atravesar el lago. Fue así, dejando hablar a su interior, como captó que en la otra orilla encontraría la tranquilidad, la estabilidad y la armonía. Era sumamente arriesgado, seguramente, cruzar el lago tenía sus peligros, pero si no lo intentaba no conseguiría nunca volver a su verdadero hogar. Recobrar la ilusión, disfrutar de su familia y de sus amigos, de lo positivo de su trabajo y de tantas y tantas maravillas que se estaba perdiendo por no ser valiente.

Miriam se quedó anonadada, dudó. Ella era una cobarde, mostrarse valiente, ¿cómo lo haría? – se preguntó, incapaz de concebir algo así. Sería imposible. ¿Y si no lo conseguía? – dudó, de nuevo. Pero podía intentarlo, total, que perdería si ya no le quedaba nada, ni tan sólo ánimos. No había más que hablar. Se introduciría en el lago. Estaba decidido. Respiró hondo, suplicó ayuda con inmensa fe y sin más, saltó. Su cuerpo percibió el frío contraste del agua. Se despertó.

Para su desgracia todo había sido un sueño, no existía tal lago, ni tal voz, ni tal riesgo... Un sueño, - gritó con desesperación. Permanecía tumbada en su incómodo catre, alucinada y decepcionada. La asaltó una fuerte desesperación. Fue esa misma desesperación la que le imprimió coraje, tanto coraje que sus extremidades se vieron fortalecidas bruscamente, su corazón latió con una potencia inusual y su mente, más clara y abierta que nunca la condujo hasta la entrada de el primer camino que apareció ante sus ojos. Lo reconoció al instante, era el mismo camino que el de su sueño. Apretó el paso, cada vez con más tesón y energía, tal y como ocurriera en su sueño. Y de repente...

Gritó. Fue un grito sencillo, suave, tímido... Acababa de descubrir algo nuevo. Pudo definir en el horizonte un inmenso e inacabable embalse de agua. Corrió desesperada en esa dirección. Casi no podía creérselo. Acostumbrada a correr durante kilómetros, alcanzó en breve la orilla de un precioso lago, amplio y profundo, localizado en una de las zonas más paradisíacas del Universo. En un momento en el que miró hacia las aguas claras y limpias del lago, vio reflejado el que parecía su rostro. Saludó a la imagen con un tierno guiño y sin más se lanzó al agua. Fue agradable notar el frescor que recorría su piel en toda su extensión y plenitud. Nadó incansable. Durante la travesía notó como la costra que ocultaba parte de su visión se fue desprendiendo, poco a poco, hasta desaparecer definitivamente. Por fin, podía ver con claridad. Reconoció los colores y los olores con precisión, sin cesar en su incansable nado hasta la otra orilla.

Trepó con fuerzas y entusiasmo el desnivel que separaba el agua de suelo firme. Respiró profundamente y sonrió. Algo le llamó la atención, era una voz que le advertía. Giró en redondo y miró hacia el agua. Ésta, ondeó unos instantes, finalmente cesó. Pudo verse como en un espejo. Emitió una amplia y tierna sonrisa que fue reflejada a la perfección por la imagen. Volvió a hacer un guiño y marchó de regreso a casa. Lo había conseguido.